diciembre 21, 2005

Orión

hace frío, un frío indescriptible, y su chamarra, suave entre tu espalda y el pasto helado, te queda tan grande que abierta no cubre el comienzo de tus brazos. hace frío y es de noche y estás semidesnuda, afuera en el pasto, con él encima. hace frío y se te cuela el rocío congelado por el pelo. hace frío y tus senos están endureciendo sus curvas de piedra de río, pero tu pecho tiembla y tus dientes tiritan. hace frío y el viento sobre el rastro de su boca te va a matar, te va a quemar como hielo por el pecho. hace frío y ves a Orión por encima de su hombro. no le puedes ver la cara.

noviembre 15, 2005

Unhappy Birthday

Because you're evil, and you lie
-The Smiths


Se me va a ensuciar la falda del uniforme. Es lo primero que pienso cuando Guillermo me empuja sobre el escritorio. Está lleno de pintura que dejaron los de 5° semestre en la clase anterior. Eso debería de preocuparme, porque en 15 minutos tengo examen de Historia y va a ser medio difícil que el maestro me dejé presentarlo si mi uniforme está sucio. En fin, supongo que le diré que fue un accidente.

Después de todo, esto es un accidente. Yo venía caminando tranquilamente de dejar a Roberto en su salón, directo a estudiar un poco antes del examen. Pero en el camino me encontré a Guillermo, con la cabeza fuera del taller de pintura.

"Sofía, ¿te puedo enseñar algo?"

Me encogí de hombros y entré al salón. No había dado ni cinco pasos cuando él cerró la puerta. Caminé entre los escritorios, pensando que en alguno estaría su gran obra, pero (aunque todos estaban llenos de papeles y pintura) en ninguno había algo terminado. Cuando volteé la cabeza para preguntarle qué quería enseñarme, me di cuenta de que estaba junto a mí.

Guillermo es el niño más guapo de la escuela, y yo sé que le gusta mi hermana Julieta. O eso creía, porque mientras pensaba esto, él ya se estaba acercando a mí y me estaba agarrando la mano. Yo no dije nada, sus manos son las más suaves del mundo. Me quedé ahí, callada, esperando que me explicara o me llevara a donde estaba lo que seguramente debía ser un regalo para mi hermana. Pero él no hizo ninguna de las dos cosas. Se quedó parado, con mi mano en la suya y demasiado cerca de mí.

Sentí su otra mano en mi cintura y, entonces, definitivamente empecé a respirar más rápido. Roberto ni siquiera me pone la mano en la cintura cuando bailamos. Nunca he bailado con Guillermo, pero supongo que lo que va a enseñarme no es un baile. En realidad, lo que hizo fue darme un beso. En la boca. Yo intenté dar un paso hacia atrás, pero sus dos manos y el escritorio más cercano me lo impidieron. Nuestras bocas se separaron un poco. Pero cuando intenté ver su cara, sólo encontré que sus ojos eran verdes y que sonreía antes de besarme de nuevo. Esta vez no me moví. Bueno sí, pero no con los pies. Es que sus labios eran todavía más suaves que sus manos. Empecé a mover los labios también, sacando la lengua de vez en cuando para probar los suyos. Supongo que es normal, porque él hacía lo mismo con la suya. Roberto nunca ha hecho eso.

Guillermo puso su otra mano también en mi cintura y me empujó hacia atrás. Así es como vine a dar al escritorio. Creo que yo puse las manos en el cuello para ayudarlo. Seguro mi falda se está ensuciando. Sus manos se mueven de mi cintura a mis piernas, y las abren para que él pueda acercarse en vez de estirar el cuello mientras nos besamos. Mi lengua ya no está tan ocupada con sus labios como con la suya. Mi garganta hace un ruido extraño, como si quiera gritar, pero con la boca cerrada. Supongo que por eso me sorprendo cuando me doy cuenta de que sus manos siguen en mis piernas. Bueno, en mis muslos. Él está entre mis piernas.

Una de sus manos se mueve debajo del uniforme y la otra me aprieta el trasero, empujándome hacia la otra, que se sigue moviendo hasta llegar a mi ropa interior. Entonces, todo se siente demasiado bien. Yo bajo los brazos a su cuello (en algún momento habían subido a su cabello) para poder acercarme más, y escucho más ruidos de mi garganta y de la suya. Su mano se acerca y se aleja y mis caderas hacen lo mismo, ayudadas por mis piernas.

Definitivamente ya no puedo concentrarme en los labios. Muevo la cabeza a un lado y empiezo a respirar rápidamente. La cabeza de Guillermo se queda en su lugar. Luego sus labios se acercan a mi cuello. Eso se siente mejor.

Yo me sigo moviendo y haciendo ruido. No podría callarme aunque quisiera, pero lo cierto es que no quiero. De repente, su mano hace a un lado mis calzones y sus dedos hacen un movimiento que no entiendo, porque estoy demasiado ocupada moviéndome e imaginando toda la sangre de mi cuerpo en ese lugar. Siento demasiado placer, quiero quedarme aquí para siempre. Entonces grito. Si alguien pasa va a pensar que me estaban matando.

Empiezo a respirar como si le hubiera dado 20 vueltas a la cancha del patio. Abro los ojos y me doy cuenta de que Guillermo me está mirando. Tiene una sonrisa que no le había visto nunca. Saca su mano de mi falda, embarrando algo en el camino. Da un paso hacia atrás, sonríe y mira fijamente a un lugar del escritorio, junto a mi falda. Volteo, inconscientemente acomodando mi falda, y leo:

“Roberto + Sofía 4 ever”

Él, por otro lado, acerca su cabeza a mi oído y dice:

“Feliz cumpleaños”

octubre 30, 2005

café

Ella lo quería con todo su deseo, pero él era casado. Y una extraña lealtad a las de su género le prohibía cruzar esa línea imaginaria que sólo existía dentro de su cabeza.

Mirarlo de lunes a viernes cruzar la puerta de cristal dando pasos largos, llegar hasta el mostrador y pedir un café distinto cada vez. El abrigo de siempre, los zapatos del trabajo, la corbata aburrida. Todos los días la misma angustia leída en el mismo orden: primero el brazo que empuja la puerta de cristal, después los ojos al mirar el menú de cafés, luego la mano al señalar la elección. Las yemas de sus dedos finísimos y pálidos rozando la palma de su mano cuando ella le recibía el dinero. Luego las yemas de ella acariciando la mano de él, al darle el cambio. En medio del trámite, el anillo dorado brillando, retador. El roce eléctrico, y después una espalda alejándose.

Yo los observaba desde mi mesa colocada frente al mostrador, y disfrutaba ver las miradas de mutuo deseo en sus ojos brillantes; un segundo intercambiado de pasiones imposibles. Luego él se iba, y se llevaba entre sus manos el único contacto posible con ella, un contacto con olor y sabor a café.

Me gustaba imaginar los posibles encuentros. Mi favorito es este: una mañana, él llega (sin el anillo puesto, para no perturbarla) entra al café que se encuentra vacío (excepto por mi mesa, claro) cruza en tres pasos toda el área de mesas, va detrás del mostrador, la toma a ella por la cintura y la sienta a un lado de la caja registradora, sobre la canela derramada, y con manos ansiosas trata de desabotonar su brevísimo uniforme de mesera. Ella se echa hacia atrás, sorprendida pero derrotada por el deseo, y tira los vasos apilados a su derecha. Yo sólo observo cómo él se clava en su cuello y ella separa más y más las piernas, sube los talones al mostrador mientras tira los zapatos cuyos taconcitos ridículos hacen clac al caer.

Cada día imaginaba un encuentro distinto. Me inspiraban las mesas, el cuarto de escobas, la crema batida que usaban para los frappés, el mostrador de pasteles, los frascos de té de infusión, las sillas, hasta la máquina para capuchinos y las botellas largas y delgadas que adornaban la pared del fondo. Todo olía a lujuria con cafeína, a sexo consumado entre vitrales que iniciaba con un pequeño roce de yemas al pagar el café.

No sé cuánto tiempo pasó, pero durante muchas mañanas asistí religiosamente al mismo café, a observar el mismo no-ritual, que posteriormente yo reinventaba en mi cabeza. Estas dos personas, separadas por un artificio –respetable, pero artificio- habían utilizado todos y cada uno de los sitios disponibles en el café, y todos los encuentros habían sido satisfactorios para ambos. Aunque sólo yo lo sabía.

Ayer por la noche, pensé que sería bueno que los amantes, mis amantes, pudieran verse en otro lugar que no fuera el café. Así que escribí esto pensando en ellos:
En la hoja de papel en blanco se extienden los amantes. En el amor furtivo los cuerpos sudorosos, las sábanas mudas, se impregnan de esencias y aceites hasta que el olor es sólo uno.
Ella desnuda en la cama sintiendo el eco de manos ajenas que revolotearon por su cuerpo.
Él con mano rugosa da un cigarrillo encendido a esa mano que torpemente se levanta entre las sábanas.
Ella está adormilada soñando en el tibio placer que surge de su vientre.
Y saborean el café en sus labios, a cada bocanada de humo perdida entre espejos.

Lo releo ahora, que tengo mi café humeando y dibujando curvas sugestivas frente a mí. Escucho un rechinido, levanto la mirada y el hombre de siempre abre la puerta y cruza con sus tres pasos la estancia. El ritual de siempre. Él da la espalda, y volteo a deleitarme en la cara de tristeza y deseo que tendrá la mujer. Pero en su lugar encuentro una sonrisa, una media sonrisa que posteriormente me regala, junto a una ligera inclinación de cabeza. Como si me estuviera agradeciendo.

septiembre 25, 2005

de qué fruto

Una cueva, muy oscuro.
Un cuarto de motel iluminado.
Una casa de campaña, en la playa de noche

la luna, el sonido de mar.

Sacaron de sus backpacks lo que cargaban: manzanas, galletas saladas. Miles de pájaros a su alrededor volaron a la búsqueda de gusanos. Encendiste una vela, la repentina flama iluminó su rostro y sus manos. La piel lisa brillaba, bien ajustada a la carne debajo, radiante, jugosa. Quisiste morderla, con la tensión en las quijadas, la saliva en la lengua, el escalofrío en el sexo. Él la perforaba y le quitaba la tapa. Acercó la boca a la tensa piel de la manzana, prendió el encendedor y quemó la yerba, aspirándola. Lento, con los labios entreabiertos y la contracción en el rostro, con los ojos verdes, grandes, enajenados. La besaba, y ella le viajaba por dentro, lo hacía flotar.

Luego, se acercaba a tu hombro derecho y lo desnudaba con los labios.
O te acariciaba el pie.
O metía la mano debajo de tu falda, y buscaba.

Dame. En su oído la voz revolcada,

por una ola de mar,

entre las sábanas del colchón,

por un batir de alas.

Lo intentaste tú. Entrar y salir con la cabeza levantada, exhalar. Y no morder la manzana, juguetear, lamerla y mantenerla bien asida entre tus manos, luego duplicarla, alargar también su forma y acariciarla, seducirla con la yema de los dedos y adivinar sus jugos. No morder la manzana.

Fueron al circo del río y vieron un oso maestro de ceremonias.
Tomaron un auto y manejaron sin rumbo ni música por el freeway.
Llegaron a casa con una película a preparar pasta y patatas.

El osohombre enloqueció y se comió al french del aro de fuego.
Llegaron a la colonia de locos y al fin no pudieron salir.
Su casa, era la casa de otros.

Abres los ojos y estás de regreso. Velo de frente y escúchalo jadear, escucha también al fondo el silencio. Talla su nariz con la tuya, dale un tope. Tóquense con las mejillas. No lo muerdas. Aspírenla de nuevo y quédense aquí, donde nadie los ve, donde todos los lugares son el mismo lugar, donde todos los tiempos son sólo uno.

Sobre las sábanas,

sobre la arena,

sobre el húmedo musgo.

Él, se ha tragado la manzana entera y ella la busca codiciosa sobre su garganta. Se le pierde hacia abajo y la sigue con la lengua y los labios sobre el pecho, en la boca del estómago, en el abdomen y hasta la pelvis. Alarga luego su forma y la absorbe.

Ella, se ha tragado entera la manzana y él la busca despacio debajo de su vientre, con la lengua y los labios en un beso prolongado. Se le pierde hacia arriba y la sigue hasta el ombligo, y la encuentra luego duplicada. No la muerde, la besa y descansa. Se recuesta en el tronco del árbol y el árbol lo abraza entre sus ramas.

De qué fruto,

de qué yerbas,

de qué musgo.

En una cueva,
en un motel,
en la playa de noche.

septiembre 10, 2005

El perfume

who's seen jezebel?
she was born to be the woman we could blame
make me a beast half as brave
i'd be the same

-- jezebel, iron&wine

I.

Se miró en el espejo del baño y vio su larga cabellera que acababa justo a la altura de los hombros. Tenía un pronunciado escote que entreveía el comienzo de sus senos, y tan sólo unos delgados tirantes que impedían que éste se moviera de su lugar. Sus ojos eran verdes, combinando con su blusa, y su piel blanca y pura. El cuerpo era perfecto, simétrico, hermoso… pero había algo que se imponía al reflejo. Un olor que lo provocaba. Un punto que sentía latir fuertemente. Lo que parecía ser el centro de gravedad de su cuerpo.

Asegurándose que no había nadie a su alrededor, entró con apuro a una de las cabinas, y cerró la puerta. Se sentó en el retrete, tiró los libros y la bolsa a un lado, y metió su mano a sus jeans, por debajo de su ropa interior, para palpar esa humedad tan tibia en su cuerpo. Introdujo lentamente la punta de su dedo, y sintió cómo sus pezones se erizaban y rozaban contra la delgada tela de la blusa. Envuelto en una sensación que hasta ese momento se le había negado, ahogó un grito de placer en su garganta y abrió los ojos para ver al guardia venciendo la puerta de golpe.


II.

Cuando alguna de las mujeres soltaba una grosería, Jesús se tocaba la punta del sombrero en señal de agradecimiento. Lo llamaban estúpido, pendejo, imbécil porque a todas se les quedaba mirando libidinosamente. Desde la banca se comía sus cuerpos, comparaba sus cinturas y quedaba hipnotizado por el breve espacio que separaba un muslo de otro. Hasta a la más gordita le encontraba el punto. Pasaba una muchacha alta, de cabello cenizo largo, vestida de falda y de blusa de tejidos folklóricos, y se daba el lujo de pasar por encima de su persona y decir cuáles partes de ella valían y cuáles no. Sus amigos se divertían con él burlándose de las estudiantes que pasaban en cada cambio de clase, siempre en el mismo pasillo, como era la tradición. Clasificar el pinche ganado, decía uno, apretándose la hebilla de sus vaqueros.

Esa vez Jesús cometió el error de mirarla a ella. A ella, la más rubia de todas, la más sensual de todas. La del vestido más sencillo, los senos más perfectos y las nalgas más redondas. La del pubis más escondido. Jesús murmuró a sus amigos todas las cosas que haría si tan solo tuviera la oportunidad, y ellos soltaron una carcajada. La buscó con los ojos, le sonrió con lascivia, y ella le regresó la mirada. Se puso nervioso cuando veía que se acercaba a él, moviendo sus caderas, con los libros en una mano y la bolsa en la otra. Se inclinó hacia su oído y le dijo unas suaves palabras. Alcanzó a oler por un segundo un sutil perfume de mujer que le nubló la mente por completo.

Cuando recobró la conciencia, Jesús ya no estaba en su cuerpo.

septiembre 01, 2005

Menage a trois

Faltaba el jazz. No podía hacer el amor sin escuchar jazz. Se deslizó de entre los brazos y las piernas de su amante, descubriendo su cuerpo moreno de la tibieza de las sábanas. ¿Qué pasa Mariana?, le dice Pablo desde la cama. Me falta el jazz, pondré algo de Miles le contesta ella al tiempo que se dirige al tocadiscos. Mientras repasa los discos del estante, Pablo acaricia con su mirada la desnudez de su cuerpo: un calor que un instante antes todavía sentía abrasar su piel, doloroso y excitante. Coloca el disco en la charola y espera, anhelante, las primeras notas. La trompeta de Miles surge del fondo de la noche, de la noche que es ella, con un ritmo suave y tímido como un amante infantil. Mariana busca los ojos inmensos de Pablo. Los invita como testigos de un baile íntimo en el que sus manos van reinventado las curvas y concavidades de su cuerpo. Se balancea sobre sus pies, contoneando sus caderas como una lengua de fuego avivada por la brisa húmeda y salada del mar. Su mirada gozosa penetra la de su amante, así como las notas profundas de la trompeta van adentrándose en su cuerpo, recorriendo sus venas, enardeciendo sus delirios con una sensualidad incontenible, desbordante, contagiosa. El incendio que es su cuerpo se va expandiendo hasta impregnar todo el cuarto de sí, un movimiento cromático y polifónico que Pablo puede ver, puede oler, puede escuchar, pero no puede tocar. Ella en la inmensidad plena de su soledad deliciosa. Él allá acostado, inmóvil, lejos de su placer, hipnotizado por la sensualidad de su amante. Mariana recorriendo sus hombros con las yemas de los dedos, dedos que se precipitan a buscar el centro excitado de los senos, que bajan pudorosamente por el vientre, deleitándose morosamente en el ombligo, y en un arranque de febril deseo galopan enloquecidas por las caderas, por las nalgas, por los muslos, retardando el encuentro abismal con el sexo. Exploran el misterio que se esconde tras los pliegues encendidos, suaves, exasperados, viaje para el que se prepara Pablo, anhelante y amoroso, calentando su cuerpo con la fantasía que Mariana está tejiendo frente a él, esperando que termine esta red lúbrica para acercarse a ella y dejarse envolver en el ritmo húmedo y tibio de su piel.

Ven, ven, ven, le implora Pablo desde el horizonte de su masculinidad. Mariana no lo escucha, su voz se mezcla con los sonidos de la música, un jazz vertiginoso que la sumerge en el sueño de su propio erotismo. El amante salta de la cama como un toro dispuesto a embestir al novillero que lo azuza. Se acerca con pasos de desesperado. Mariana deja de bailar y se queda observándolo, admirando ese cuerpo hermoso. Ríe. Pablo la envuelve en un abrazo encendido, sus manos gruesas sobre las nalgas suaves de Mariana, acariciándolas al tiempo que las presiona para que sus cuerpos queden fundidos en un solo ardor. El fruto henchido y caliente de Pablo persigue la fantasía húmeda y electrizante de Mariana. Sus cuerpos entrelazados se cosen a fuerza de besos y caricias. Las piernas de él separan los muslos de su quimera, en su afán de ensanchar el camino hacia el paraíso encarnado. Ella lo detiene y le susurra al oído, sobre la música, quiero sentir el sonido vibrante de la trompeta subiendo con nosotros. Pablo la levanta, las piernas y los brazos de Mariana rodeando su torso, las piernas y los brazos de él llevándola al origen mismo de la trompeta provocativa y sensualmente vertical de Miles. Las notas son cada vez más altas. Se balancean en el sexo de Mariana como niños sobre columpios. Pablo se siente fundir en esta música vaginal. Es instrumento y público al mismo tiempo. El jazz es cada vez más profundo. Los amantes son cada vez más uno solo. Pablo cabalga sobre las notas. Mariana palpita con los movimientos trepidantes de la trompeta. Sus gemidos se mezclan con el aullido ágil y ligero de la música. Todo el cuarto vibra. Todos ellos se estremecen. Miles toma aire para el último fraseo. Los labios están hinchados de tocar. Todos los dedos ya tensos de presionar, se resbalan por los cuerpos sudorosos y brillantes. Miles sopla desde el centro candente de su sexo, y de la trompeta emergen dos cuerpos entrelazados, centelleantes, infinitos, que salen de la música y rompen la habitación para perderse en la oscuridad de la noche. Alucinado, deja de respirar. Mira la trompeta, acaricia su cuerpo, sus curvas, sus concavidades, ve su reflejo en sus pupilas, sonríe... y continúa amándola hasta el final de la noche.

agosto 23, 2005

Al Costo.

Me llamaste para decir que venías a mi casa. Y quién te invitó, idiota, me dieron ganas de decir. Ya empezabas a quedarte a dormir entre semana, roncando y ocupando gran parte de mi cama. Yo casi nunca tenía un orgasmo y ya te habías convencido de que era un poco frígida. Qué buena manera de evadir la realidad.
La caja de condones estaba vacía, y tú estabas trabajando en la obra. Conclusión: los condones me tocaban a mí. Ahora tenía que apagar la tele, ponerme ropa y salir a buscarlos. Qué fastidio. Ya eran más de las ocho así que sólo quedaban dos opciones: buscar la farmacia de guardia o caminar hasta el Al Costo. La verdad siempre se me hizo un poco drástico eso de ir a la farmacia de guardia a comprar condones, las señoritas que atienden siempre se te quedan mirando con cara de “sólo estamos aquí para emergencias” y tú les quieres decir “¿pues qué no lo ve? Esto ES una emergencia”.
Así que caminé hasta el Al Costo, cogí los condones y me dirigí a las cajas. No había cola así que todo pintaba para ser una operación rápida, excepto porque la señorita que cobraba estaba liada con la máquina registradora, se había acabado el rollo o algo así. Entonces llegó él para pagar también. Traía varias cartones de vino Don Simón y botellas de Coca Cola. Al parecer iba a armar una fiesta de calimoxos. Era un lindo cuadro el que se veía en la cinta transportadora, con su compra y la mía, aunque un poco comprometedor, por lo que nos esforzábamos en mirar con detenimiento ese anuncio de Movistar, ese paquete de gominolas, o una uña que necesitaba morderse un poco por aquí.
Entramos en pánico cuando la señorita se reacomodó y la cinta transportadora comenzó a andar, acercando su compra a la mía, que era ligerita ligerita y no hacía nada por detener la cinta. Frenéticos, empezamos a pasar las botellas de Coca Cola hasta el final, pero era inútil, pues la banda seguía andando, acercándonos irremediablemente, juntándonos definitivamente cuando la cajera cobró todo junto sin que tuviéramos oportunidad a decir una palabra. Entonces me dijo él: parece que el destino quiere decirnos algo, ¿no?
Sí, mi amor, te dejé plantado esa noche por el tío cursi del Al Costo. Toda esa historia de que olvidé cargar el móvil fue una gran mentira. En realidad lo apagué para que no me llamaras mientras nos emborrachábamos en el parque desierto, yo sentada en sus rodillas, mientras él metía su lengua en mi oreja o aspiraba el olor a perfume y cigarro de mi pelo planchado, y, arrojando su aliento tibio a alcohol sobre mi cuello, me decía estupideces como: “eres la chica más guapa que he conocido”, y “tu piel me hace estremecer”.
Eran absurdos tantos besos largos, tanta lengua diferente a la tuya, tantos vellos dorados en su brazo extraño, tantos abrazos temblorinos contrarios a tus certeros brazos al rededor de mi cintura, de mi vientre que se retraía al tacto de unas manos suaves, de burguesito blancoso, en el lugar acostumbrado a tus asperezas. “Ríes como una adolescente”, me dijo mientras me bajaba las medias, y besó una de mis rodillas. Y yo con mis risitas, mi nerviosismo, dejé que me recostara sobre el pasto seco, detrás de la banca, olvidándome de la manera en que te gustaba a veces bajarme las bragas sólo a la mitad, y hacerlo de pie apresuradamente, empujándome contra la pared.
Se acercaba un hombre que paseaba a su perro, y tuvo que ponerme la mano en la boca para callarme, como esa vez en casa de tus padres. Se la mordisqueé y me divertí bajando la bragueta de sus vaqueros cuando el hombre del perro seguía cerca. Su pene, menos obtuso, más corto, sus testículos. Ese truco que me enseñaste le hizo cerrar los ojos. Me besaba el cuello, me acariciaba los senos, el muslo, por aquí donde me habías dejado una marca hace algunos meses. Luego su lengua en mi sexo tan desacostumbrado a que me des sexo oral despacio, sin que te lo pida.
Cuando me penetró casi no lo sentí, de tan abierta y mojada que estaba. No me dejaba hacer este movimiento de cadera que me gusta pero sí me dejó tocarme el clítoris así, mientras me penetraba, para tener un orgasmo más rápido y acabar con todo eso para llegar pronto a mi cama, donde me estarías esperando.
–Mentirosa.
–Entonces cómo te explicas que la caja de condones haya estado abierta cuando llegué.
–A ti siempre te gusta leer el instructivo.
–Bueno, ahora cuéntame tú una historia sucia.

julio 27, 2005

simbiosis

i get off on the attention,
you get off on the performance.


no sé lo que haces cuando no estás aquí. pero sé que cuando estás, lo que quieres es verme. porque sabes, como yo, que en el fondo todos los sentidos son piel. tú te sientas en tu esquina y me miras mientras bebo, mientras bailo. siento el tacto de tus ojos, desde detrás de mí en algún rincón oscuro, en mis caderas y en mi espalda, en la columna de mi cuello mientras persigo tu mirada por el rabillo del mi ojo. tomas un trago y volteas a otro lado, como si pensaras que no sé lo que estabas haciendo.

pero sabes que casi puedo adivinar lo que estás pensando. mientras enredo mis manos en mi cabello y lo quito de mis hombros, de mi cuello, estás pensando que mi cuerpo ya no es mío, que la música controla mis brazos, mis caderas, hasta mi respiración. que no quieres más que verme perder el control.

no sé lo que querrías hacerme si tuvieras el valor para acercarte. o las ganas. ¿besarme, abrazarme, bailar conmigo? ¿escurrir tus manos en las bolsas de mis pantalones, debajo de mi blusa? ¿acariciar mi muslo, besar mis pies, mi espalda? no importa. nunca tendrás el valor. o las ganas.

en otros momentos, me he preguntado exactamente qué es lo que te hace mirarme, o si miras sólo parte de mí, o a mí como parte de algo más. pero ahora en realidad no me preocupa. me miras y eso es todo.

yo me muevo, tú no. tú te escondes, yo no. no sé lo que hagas cuando no estás aquí. no sé lo que querrías hacerme. no sé si te gusto. y realmente no me importa. ya tengo lo que necesito de ti.

julio 13, 2005

tempestad

Te metiste en mi casa, sin permiso, porque sí. Decidiste que vivirías conmigo sin siquiera preguntarme qué pensaba al respecto. Desde hace días arrastras tus pies desnudos por la sala, la cocina, el comedor, el baño. Mi regadera te ve desnuda pero mi cama no tiene el privilegio de tu piel. Te mueves de un cuarto a otro y yo sólo te observo desde el sillón, atolondrado. Te me escondes detrás de la taza de café, del libro en turno, de la revista de moda, hasta detrás del televisor que se come tu interés en los programas más estúpidos. Me coqueteas sin ganas de que me acerque. Y yo te acecho desde los rincones de mi propia casa, como león en la jaula que tú me has puesto, que has construído cn el metal de tu indiferencia.

Pero hoy has llegado demsiado lejos. Dejar la puerta del baño abierta mientras te duchas es más de lo que puedo soportar. Tu cuerpo que nunca ha sido mío me sugiere sus formas detrás de la cortina transparente. Desde el sillón miro como pendejo cómo levantas una rodilla, luego otra, y vas pasando por cada rinconcito de tu cuerpo esa esponja que tantas veces he olido, pero que sólo me responde con un simplón aroma a lavanda.
Adivino la aureola de tus pezones, la vulnerabilidad de tu sexo depilado, y por poco meto las manos debajo de mi pantalón.

Te bañas con la seguridad de una reina, con la sensualidad de una diosa, y con ese pinche jabón de lavanda que tanto te gusta. Pero no más angustia. Espera a que cierres la regadera, a que salgas, cabrona, que asomes esa inocente patita desde atrás de la cortina, y ya verás como este león enjaulado te salta encima. Te voy a arrancar la toalla con la que medio te cubres, y a saciar mi sed lamiendo el agua de tus senos. Voy a hundir mi lengua en los pliegues de tu sexo sabor a mar, o a tempestad, y voy a hacer naufragar tu cordura tan cabrón que vas a arrancar la cortina de puro gusto.
Cuando ya no puedas más, y mis manos se hayan resbalado por todo tu cuerpo, voy a penetrarte, y como oleaje amansado llegaremos hasta la orilla de nuestros cuerpos. Y al final, con un beso te mostraré el sabor de tus entrañas, a ver si a fuerza de desearte, me deseas un poquito a mí también.

Ya cerraste la regadera. Yo me pongo de pie en un salto, y me acerco, sigiloso, a la ducha.

junio 26, 2005

Sí, quiero ducharme

Te pasás acá la noche, dijo al inicio de la semana. Te sedujo su acento extranjero y la coleta de cabellos negros a media espalda. Ojos marrón, labios delgados, grande su espalda, firmes sus brazos. Te lo dijo como si fuera orden, premeditada e inesperada, llevaba ventaja.

Cocino para vos. Tortilla española y champiñones con queso. Galletitas, vino tinto. Caíste precipitadamente pero con los ojos cerrados no te sentías recostada en el suelo alfombrado. Algo en tu sangre se hinchaba y te hacía sentir hormiguitas entre músculos y huesos. Flotando, dormitaste. Te levantó después de un rato y te condujo a la cama.

¿Necesitás algo?
No, gracias.
¿Una pastilla, una aspirina?
Mmmm, no, está bien, gracias.
Me voy a duchar, ¿quieres ducharte?

Abriste los ojos. Sí, quiero ducharme.

Caminaste despacio hacia el cuarto de baño. Te detuvo. Le respondieron a un impulso las manos y luego las ganas que le subieron del vientre a la boca te dijeron al oído ¿Puedo ducharme contigo?

Te desnudó y lo desnudaste apresuradamente, mordiste su oreja izquierda, jugaste con ella y tu lengua, y él, escurrió su dedo índice de tu cuello al hombro. Abrió entonces la mano, apretó tu torso debajo del brazo y acarició tu pecho izquierdo, terminó en el pezón con las yemas de los dedos.

El agua corría caliente y te empapó el cabello de pronto. Lo viste entrar, bestial. Se aceleraban tus ansias al ritmo de la caída del agua. La regadera era un cuadro pequeño. Él se acercó, tú lo tocaste. Soltaste su pelo aún sujetado en una cola de caballo, escurriste entre él tus dedos pequeños, lo sentiste suave mojándose cada vez más, lejos del chorro. Mordiste sus labios, tocaste con tus manos su pecho. Se abrazó de tu cintura, se pegó a ti. Se acariciaron rostro con rostro. Te soltó y sus manos te impulsaron hacia arriba, contra la pared, lamió tus pechos. Tus pies hicieron presión contra la pared a su espalda y un nudo apretaba tu vientre. Algo desde ahí subía hasta la boca de tu garganta, te oíste suspirar. Se hicieron el amor en la regadera. Él de pie, tu suspendida a mediación de la pared, contra los azulejos blancos.

Salieron corriendo y continuaron en la cama arrancándose de encima cobijas y sábanas, húmedos, se secaron muy pronto dando vueltas como niños en el pasto y riendo a carcajadas. Se hicieron cosquillas, se besaron con los ojos abiertos, con los ojos cerrados. Deslizaste tu mano hacia abajo, acariciaste sutil pero con fuerza dos bolsas pequeñas y luego te sentaste sobre él. A un tiempo sintieron contraer sus entrañas y exhalar al entrar en contacto tan lúbricamente. Te meciste, lentamente, galopando. Después de un rato se sentó él también. Se apretaron en abrazos, haciéndose temblar, cuerpo contra cuerpo, volubles, volátiles, en plena batalla.

Cayeron distendidos, como música suave que desciende poco a poco después del delirio, y desaparece luego, finalmente. El techo azul, el correr de la sangre, el ritmo agitado de la respiración. Én un susurro, te dijo al oído antes de dormir ¿Me contás una historia esta noche? Tú, se la escribiste a media voz, casi soñando:

Te pasás acá la noche, le dijo al inicio de la semana. A ella, la sedujo el acento extranjero y su coleta de cabellos negros a media espalda. Cocino para vos. ¿Quieres ducharte? Abrió los ojos, y dijo: Sí, quiero ducharme.

junio 14, 2005

murmullo

para s. alemán.

we won't always be safe here
but this is where we reign.
pull it tight to protect us.
we might never sleep again.
-- turbulence, arab strap


el escuchar las tres suaves sílabas de su nombre eventualmente le iba a doler como pocas cosas en la vida. ni siquiera estuvo segura en un principio por qué había volteado. ella era la que se había ido, ella era la que había roto las fotos, e inclusive el diálogo. con la sola concentración en su sonido interior –el sonido natural de su cuerpo– le hubiera bastado para evadirla esa tarde en una plaza cualquiera de la ciudad.

se acercó a ella y le mostró involuntariamente lo poco que había crecido durante esos tres años. apenas si la sombra de los pechos comenzaba a asomarse. el cabello estaba ligeramente más corto. la falda de la escuela por fin se vencía alrededor de sus caderas. aún así, cuando tina la abrazó, quedó prendida del recuerdo, disuelto en el olvido de quien lo ha visto y sentido todo. era aquella seductora imagen del espejo: el calor de su cuerpo, de su pecho, y la pequeña capa de sudor que las cubría y las hacía desprender un olor a niñez insoportable. aquella que la había devorado lentamente, escarbando hasta la carne debajo de sus uñas y saboreando la frágil estatua de niña de sal. el pánico la dominó cuando su cuerpo quebradizo fue encogido contra su pecho. aquel abrazo incontenible, aquellas mordidas tan penetrantes a su cuello y su propio ardor en el estómago que la abandonaba en el único lugar humillante, que la disminuía a una nada, al haberse reencontrado con su opuesto e igual.

no hizo nada más que dejarse sujetar y poco a poco ser guiada por su voz, lejos del probable escrutinio de los demás. tina no podía preguntarle, no podía siquiera mencionarle la posibilidad siquiera, así que la sujetó cada vez con mayor fuerza. en algún momento desaparecieron entre las sombras de los árboles. susana se ahogó en su propio silencio. cómo podía impedir un abrazo. cómo mantener las piernas firmes y no quitarlas del camino. cómo rechazar la posición natural que si bien, no era susurrada al oído, era un murmullo familiar y entrañable. cómo no mecerse al mismo ritmo si éste venía de un lugar más certero que la memoria.

junio 07, 2005

Preposición indecorosa

Habían pasado dos años ya desde que la maestra Amparo le había enseñado a Pepito a decir las vocales con un striptease, aquella lluviosa tarde de septiembre en que le había obligado a Pepito a quedarse hasta tarde por aventar bolitas de papel mojado al techo con la regla. Desde entonces Pepito estaba deshecho. Era imposible concentrarse en las sumas cuando todo el tiempo estaban ahí esas chichis, temblando suavemente al compás del gis en el pizarrón. Con todo y todo, Pepito lograba de alguna manera pasar las materias de Matemáticas, Ciencias, Geografía, Civismo e incluso Historia, esa materia tan aburrida llena de señores sangrantes con nombres de calles. ¿Pero Español? Esa materia era completamente absurda, qué no hablábamos ya español, para qué eran todas esas reglas, qué era eso de las vocales-volcanes y las sílabas-si lavas los silbatos y las esdrújulas-es bruja de brújulas. Y luego escribir (mientras el sol daba a la libreta y mareaba) las planas y planas del ex-bajo-ante-pospretérito pluscuamperfecto indefinido y las reglas cartográficas de atenuación. Pero Pepito procuraba no poner atención a propósito en Español, porque guardaba la esperanza de recibir una lección como aquella lluviosa tarde de las vocales.
Y así fue, el día en que la maestra Amparo por fin se propuso enseñarle a Pepito las preposiciones.
Cuando la maestra Amparo pidió que todos los niños hicieran fila para revisarles la libreta, Amparo, muy discretamente metió en la libreta de Pepito un sobre que parecía haber estado guardando por mucho tiempo. Pepito, nervioso, no se atrevió a comentar nada, y esperó a llegar a su asiento.
El sobre contenía una preposición indecorosa, escrita con impecable caligrafía:

A Pepito:
ANTE la soledad que vivo a diario, no puedo resistir la tentación de imaginar mi cuerpo desnudo BAJO tu cuerpo pequeñito. Una mano morena sentada nerviosamente CABE uno de mis pezones; una mano tan pequeña que seguramente encaja a la perfección en mi vagina CON el puño cerrado. CONTRA el suelo, sucio de crayolas y tierra, mi piel sudorosa dejaría una silueta DE sudor, que lamerías DESDE la punta de mi pie, EN mi rodilla, ENTRE mis piernas, HACIA mis senos, HASTA mi boca ansiosa de tí. PARA no hacer ruido y POR no despertar las sospechas de la gente, te taparía la boca SEGÚN gimieras, y SIN que me vieras, haría un dibujito en tu nariz. Cuando suenen las doce y cinco, SO pretexto de ir al baño, espérame sentado SOBRE la barda y sin ataduras ya, me entregaré a ti TRAS los matorrales.

mayo 26, 2005

quemaduras

entramos al cuarto sudados y exhaustos, con el sol todavía rodando por la piel y aferrado al cabello, insolados hasta el delirio, borrachos de sol. ella comenzó a despegarse la ropa del cuerpo y yo me tendí en el suelo de barro bajo el ventilador.

no podía respirar, pero tampoco desacelerar mis pulmones.

ella se sentó a mi lado, desnuda, de espaldas a la ventana. estaba abierta para dejar entrar la brisa marina, pero lo único que entraba el sol: derramándose por entre las persianas, dejando rayitas de sombra por la curva brillosa de su espalda.

estaba como colapsada sobre sí; los labios entreabiertos, la respiración rápida y sincopada. sin pensarlo mucho, puse mi mano en su muslo oscuro. lo recorrí de rodilla a cadera, palpando su forma dura bajo la fina capa de sudor. ella exclamó como si le ardiera. quité mi mano.

comenzó a respiar por la garganta, profundo y audible. tomo mi mano y la volvió a colocar en su cuerpo, en ese punto entre abdomen, cadera y sexo. su respiración se calmó (pude verlo, su pecho apenas se movía). se quedó inmóvil en la columna de viento caliente unos momentos antes de levantarse.

desde el otro lado de la puerta, oí la regadera.

la seguí.

había abierto la llave de agua fría, pero el agua llegaba tibia de las tuberías expuestas al sol. sentía las pequeñas columnas recorrerme de la nuca al muslo, y las veía recorrerle la cara, el cuello y el pecho, acumularse entre nuestras caderas.



eventualmente, el agua comenzó a salir fría. ella desenredó sus piernas de alrededor mío y fue al cuarto a que la secara el ventilador.

yo cerré la llave. al salir me encontré con la puerta cerrada y su espejo de cuerpo completo. el rojo de las quemaduras de sol comenzaba a aparecer.

mayo 23, 2005

Buscando un instante

Siempre empieza igual: yo diciendo que no, y tú diciendo que es la última vez.

Mientras empiezo a contar las razones que apoyan mis puntos de vista, pones tus manos en mi cabello y me dices que todas son ciertas.

Nunca quiero, al principio, pero siempre llega un punto en el que no te puedo parar. Tampoco es que yo ayude mucho, es sólo que no puedo permitir que te detengas.

Veo tus manos y tus labios y tu cabello y tu panza, y sé que no quiero cerrar los ojos. Y luego dejo de ver y empiezo a sentir, y no lo puedo evitar: cierro los ojos y todo se convierte en un mapa del tesoro, sé que tienes una meta y nadie aquí se va a parar hasta que la encuentres.





Luego abro los ojos de nuevo. Me das un beso y sonríes. "Te dije que lo iba a encontrar"

mayo 20, 2005

tacones

La propuesta fue hecha bajito, al oído, pero la escuchó tan clara como si se la hubieran gritado. El vértigo no lo dejó ni pensar.

Un par de filosos tacones surcaron el camino a la cama, dejando huequitos en la alfombra. Ella se sentó cruzando las piernas; él cayó de rodillas, sacó su lengua húmeda y la deslizó despacito sobre el charol negro que resplandecía ante sus ojos. Ella sonrió y el cuarto le devolvió la sonrisa multiplicada. Clavó el otro tacón en su pecho, obligándolo a tirarse en el piso. Rendido, dejó que ella lo caminara: a ratos de puntitas, a ratos clavando sus pasos. Luego lo torturaba, caminando frente a los espejos, dejando que la luz llenara sus pies de pequeños destellos que se mostraban desde muchas perspectivas. Lleno de desesperación, él se dejaba caer frente a ella, le rogaba que pusiera aunque sea un poquito el zapato sobre su cabeza, que lo aplastara contra el suelo, que no lo dejara levantarse. Los zapatos, complacidos, coqueteaban con su brillante desnudez, reflejaban sus ojos ávidos.

Durante toda la noche, sólo se escucharon discretos rechinidos de placer.

Cuando despertó, palpó la cama vacía. Se incorporó, asustado, y las paredes le regresaron su mirada inquieta. Se puso de pie torpemente y la buscó sin éxito en todo el cuarto, debajo de la cama. Una agobiante tristeza comenzó a llenarlo: ni siquiera, ni siquiera sus zapatos había dejado.

marzo 13, 2005

uno a uno

ay braulio, las cosas que serían si me pudiera arrejuntar más contigo. las ganas, las cosquillas de desgajarte la camisa por costumbre y saberte las puntas de los pechos caídos. verlos uno a uno.

te estás vistiendo y me pregunto si tus mujeres ven lo mismo que yo. la pelusilla oscura de tus piernas, de tus ingles.

hace unas horas busqué con la boca los lugares más salientes, las cornisas del cuerpo. nos encontramos y nos montamos a horcajadas, cadera contra cadera.

al oído me dijiste pierde el que se venga primero. a veces me gusta pensar que juntos cabalgamos hasta el horizonte y el silencio.

cuando salió el sol, yo seguía en vigilia. me moví despacio entre las sábanas para no despertarte. abriste tus ojitos negros, cansado pero sorprendido con el suave raspado de tu verga contra mi mano.

braulio, las cosas que en otro lado son verdad aquí nomás son puro deseo.

te zafaste de mí y buscaste tus cosas. no encontrabas tus calcetines y zapatos. yo sabía que estarían tirados lejos, a un lado del sillón.

te estás vistiendo, te pones la camisa, cargas los zapatos. me queman las marcas en tu espalda. abres la puerta. te miro hacerte el macho, braulio, ahogándome, siempre volviéndote más hombre.

yo débil y sin fuerzas sobre mí mismo, aun cuando tú también me sujetas debajo de las sábanas.