abril 25, 2007

La muchacha

…este instante durísimo en que una muchacha grita

Efraín Huerta

Había clientes raros, con manías y fantasías particulares, pero nadie como él. Y quién sabe, quizá empezaba a enamorarse un poco.

Esa noche, envuelto en su eterna gabardina, le prohibió mirar. Y qué importaba el frío metálico del inicio: ella sabía que al final él iba a complacerla.

Esa noche ella había decidido no cobrarle.

El frío se hizo un roce tibio, agudo, al calor de la entrada a su sexo; mientras los pezones se destrozaban bajo las tenazas de sus manos. Un gritito apresado. Luego otro. Y la penetraba un poco más, cada vez un poco más, hasta el delirio. Hacía calor. Ella no podía explicarse su cuerpo empapado de sudor cuando sólo se estaba abriendo. Y su martirizada orquídea se deshacía en un mar inmenso.

Un grito ahogado. “¿Así, cabroncita?” Pero no había aliento para responder. El dolor la agotaba, insaciable, en el desgarre del placer. Ella volvió a gritar y, a modo de respuesta, un golpe en su mejilla terminó de aturdirla. Ya no escuchaba otra cosa que sus propios gemidos y la respiración animal del hombre. Ya no existía en su cuerpo más que la delicia de un dolor que se escondía en su vientre. Hasta hacerse incontenible.

La respiración comenzó a entrecortarse. Todos sus músculos se tensaron y la fricción producida se hizo insoportable. Sentía algo duro e inmenso dentro de ella. Él empezó a excitarse seriamente y una especie de bramidos acompañó los gritos de la mujer. Venía el orgasmo. Ambos podían sentirlo. Venía el orgasmo. Un par de lágrimas detenidas en los ojos de la chica.

Una descarga simultánea.

Miró a la joven. Y después, en silencio, a su estilo, se marchó.

Iba a tener que limpiar la sangre de la escopeta.