diciembre 20, 2006

She's in Fashion

“She’s as similar as you can get to the shape of a cigarette”
-Suede


Ella es más impresionante que un sueño en technicolor, que sucede todos los días a la misma hora y en el mismo lugar. Me gusta verla pasar, camino a su trabajo. Se ve mejor en movimiento.

Veo su imagen cada semana en el consultorio del doctor al que me obligan a ir mis papás. “Fumar es para perdedores”, dice sobre su voluptuosa figura. Desde la primera vez que tuve que sentarme frente a ella no he podido dejar de ligar su imagen con el sabor de la primera fumada de un cigarro bien armado. Supongo que ese no es el efecto que buscaban los de la agencia de publicidad, pero ¿qué se le va a hacer?

Así que todos los días me levanto a las 9 de la mañana y salgo a regar las plantas de mi mamá. Si tuviera que ir a la escuela en horario normal, no tendría oportunidad de verla pasar, con su eterno vestuario negro, por la calle de enfrente. Supongo que estar en “rehabilitación” tiene sus puntos buenos…

No todos los días usa un vestido negro. En realidad, sólo lo usa en el póster y a veces cuando sale por las noches. Pero es con el que se ve mejor. El problema es que entonces no puedo verla bien desde la ventana de mi cuarto, así que siempre que pienso en ella la imagino con la luz de la mañana: haciendo sonar sus tacones sobre la banqueta frente a mi casa, moviendo su pelirroja cabellera hasta que queda exactamente como en el póster del consultorio.

Nunca me habla, ni yo a ella. Pero conozco exactamente el tono rasposo de su voz porque la escucho todos los días a las 10 de la mañana, cuando termino de regar el jardín de mi mamá. Me pregunto si en la estación saben lo bien que se ve el color de sus labios cuando están impresos en la pared de un consultorio. Es la chica de las noticias, desde luego. Las noticias del clima, además. Esa voz rasposa que las chicas como ella tienen no va bien con las tragedias de nivel internacional.

No entiendo porqué no está en la televisión. Tenerla en el radio es un desperdicio, si me preguntan. Pero yo no me quejo demasiado, porque a mí me toca verla caminar todas las mañanas, marcando su ritmo particular. La luz del sol me da en la cara justo cuando me acerco a verla dar la vuelta en la esquina. El viento se lleva mi cerebro. “Fumar es para perdedores”, dijo.
A veces creo que va a voltear hacia mi casa a decírmelo, pero nunca lo hace. Sale de su departamento, camina hacia la esquina y reaparece en el estereo de mi cuarto una hora después. Me gusta que sea jueves para poder ir a verla al consultorio. 45 minutos más que puedo pasar mirando el tono cremoso de su piel.

A veces se me olvida que nunca ha volteado a verme. Que si me la topo un día en la tienda de la esquina no tendría idea de quién soy. Me parece que cada una de las veces que me ha mirado desde el papel ha estado realmente ahí. Aunque no se mueva, aunque no ponga una de sus largas piernas delante de la otra, aunque su cabello no rebote al ritmo de su música, aunque su voz llegue siempre por medio de cables y satélites.

Pero, lo cierto es que nada de eso me importa cuando la veo pasar frente a mi casa en las mañanas. La verdad es que nunca la he escuchado decirme: “Fumar es para perdedores”, pero eso es lo de menos.

Lo que yo hago es terminar de regar las plantas de mi mamá, llevarme un vaso de jugo de manzana a mi recámara y encender el radio. Me gusta subir con tiempo suficiente para quitarme los pantalones antes de que empiece su segmento en el programa. Algunos días, como hoy, apenas puedo escuchar cuando dicen su nombre en los créditos iniciales; así que meto la mano en mis pantalones, los bajo hasta las rodillas y empiezo a masturbarme mientras anuncia otro día soleado de verano, mientras la escucho bromear con el conductor del programa, mientras imagino sus hermosos senos presionados contra el vestido negro, mientras cierro los ojos y veo su cabello rojo tapar una de sus orejas, mientras la escucho decir mil palabras sin significado, todo menos “fumar es para perdedores”.

Me gusta venirme antes de que dé el pronóstico de mañana, así tengo un pretexto más para regresar a nuestra rutina.

Apago el radio y me dedico a encender el único cigarro que pienso fumarme en el día. El jugo de manzana sabrá mucho mejor después.

diciembre 03, 2006

Veracruz

Me despertó la lluvia. La boda de pueblo nos había dejado encerrados en la obra negra que había servido de salón de fiestas. Todos habían huido a sus casas según se los permitieron el lodo y el alcohol. Pero mis padres y yo cedimos la habitación de hotel a los recién casados. Y nos quedamos en la obra negra que ya les servía de hogar. No había puertas ni ventanas. Y el calor veracruzano no me hacía echarlas de menos. Sólo los moscos.

Entre la lluvia torrencial recordé el son de la bruja. Me reí de mis miedos infantiles. Un inmenso patio separaba mi cuarto del otro en el que se quedaban mis padres, y no estaba dispuesto a cruzarlo sólo por el recuerdo de un son que además me gusta mucho. Volví a quedarme dormida.

Me despertó un ruido. Seguía la lluvia. Quise darme la vuelta pero en el hueco que anunciaba la puerta distinguí una luz. Algún velador, supuse. Pero en seguida el ruido estuvo más cerca. Decidí salir del cuarto. Era peor quedarme ahí imaginando cosas.

-Te desperté, lo siento –el hermano de la novia.

-Ah, no te preocupes, como quiera la lluvia no me deja dormir.

-Es que trabajo de velador aquí enfrente, vine por un café, ¿quieres algo?

-No, gracias.

Me sentí una niña. Me intimidó la naturalidad con que llevaba el torso desnudo. Los brazos de trabajo, el abdomen de trabajo, la cintura de trabajo. La fuerza que se adivinaba en sus manos. El color moreno de su piel.

-Si quieres puedes quedarte un rato, sirve que me ayudas a no dormirme, y si te aburro te ayudaré a dormir.

Caminamos hacia lo que sería la entrada. Escuché la respiración pausada de mis padres al otro lado.

-Eres extrovertida, te llevaste las palmas en la tarde -reí. Recordé las coplas inventadas al vuelo.- Mis amigos quedaron impresionados, fueron ellos quienes pagaron otra hora para seguir escuchándote.

-No suelo ser así, no sé qué me pasó.

-El tequila.

-Tal vez.

-Todos terminaron bien borrachos. Hasta se llevaron a mi prima cargando.

Me gustan los frijoles, el tequila y la cerveza, las blusas y faldas de manta. Me gusta la piel morena.

-¿Cuántos años tienes?

-Diecinueve. Bueno, dieciocho, en un mes cumplo diecinueve, ¿y tú?

-Veintisiete. Creo que soy un viejo para ti, ¿verdad?

-Jaja, no. Bueno, no sé. Más bien creo que yo soy una niña para ti.

Me miró. Me preguntó si me gustaba más la ciudad o el campo. Sería difícil decir. Me gustan las calles estrechas y empedradas de los pueblos mineros, el frío que da la altura de las montañas y la niebla de los días lluviosos. Me gusta la selva comiéndose las construcciones olvidadas, el tumulto majestuoso de las olas en las playas y la brisa mareando con su fuerza. Me gusta escuchar el paso de la lluvia en pleno campo, las tierras recién sembradas y los animales pastando. Me gusta ver la tierra rebosante de maizales, nopales y magueyes, y el frío seco que acompaña esos lugares. Me gustan los cafés de las grandes ciudades, la vida única y diversa reflejada en el metro, los enormes edificios testigos de la historia.

Una respuesta enorme que no alcancé a formular. Sólo le respondí que me gustaban ambos sitios, y él –ya ni siquiera recuerdo su nombre- se sonrió pensando que lo decía por decir cualquier cosa, que en el fondo sólo era una niña de ciudad que se quejaba de los mosquitos.

-¿Y te gusta la gente del campo?

-Mi padre es de campo.

-¿Te gusta la gente de aquí?

-Mucho, creo que no había disfrutado tanto una fiesta.

Dejó su taza en el piso, tomó mi cintura, sentí mis ojos abriéndose en la sorpresa y me besó.

Entonces mis manos recorrieron mi sorpresa en ese torso que me hacía sentir tan niña. Me levantó en vilo, tan ligera que acentuó mi niñez. Me recostó en el catre y siguió besándome. La lluvia seguía cayendo. La lona que hacía la vez de techo era un globo a punto de reventar a fuerza de agua. Pero resistía. Y resistía yo los embistes de ese hombre que se me antojaba enorme en mi cuerpecillo delgado y núbil que se deshacía bajo su peso. Me quitó la blusa toda sudada de la fiesta, de la noche, de la batalla que librábamos, y pronto aparecieron mis senos, pequeños y escurridizos. Los besó. No tiernamente como había imaginado que serían besados algún día, sino a mordidas no del todo piadosas. Mordí mi mano para no gritar. Sus mordidas siguieron bajando y me quitó el pantalón. Y escuché mi gemido.

Asustada, volví a morder mis manos, destrozándolas a cada movimiento de su lengua en mi sexo, mientras miraba cómo la lona estaba a punto de estallar de tanta agua contenida. Sentía sus giros, sus entradas, sus salidas. Su lengua en mi sexo y mis manos destrozándose. Mordió mis muslos. Y entre el dolor de sus mordidas y el calor de su lengua fui tranquilizándome. Entonces sentí una mordida aún más fuerte que las anteriores en mi pantorrilla izquierda. Apreté los dientes. Y volví a morder mis manos sintiendo una vez más su lengua en mi sexo. Esta vez no duró mucho. Miré la lona, ya no resistiría más. Cerré los ojos, sentí que el mundo y yo nos hacíamos agua…

Y el estrépito. El agua alcanzó a salpicarme y me regresó a tierra. Él saltó por la ventana y yo me vestí aprisa. La lona al fin se había roto y había una especie de lago entre las dos habitaciones. Las mesas y sillas de la fiesta estaban llenas de lodo. Mi madre comenzó a llamarme. Me asomé a la puerta para tranquilizarla. Él llegó por la entrada principal preguntándonos si estábamos bien. Me ayudó a cruzar para llegar a donde estaban mis padres. Yo, asustada. Él, como quien acaba de llegar. Ya no volví a dormir en toda la noche.

A la mañana siguiente, mientras subía al auto para irnos a casa y miraba crecer un moretón en mi pierna, él sonreía y decía adiós con su mano.

octubre 17, 2006

Hasta diez

“Voy a contar hasta diez para que te alejes y luego iré tras de ti… Uno…” Ella no escuchó el dos y corrió hacia su casa, divertida. Una pareja había visto la escena desde la acera, al otro lado de la calle. Llegó sin aliento, sorprendida de que no la hubiera alcanzado, y se le ocurrió una idea.

Él intentó abrir la puerta pero la puerta se detuvo. Ella se burlo de él: la puerta tenía picaporte. Intentó alcanzarla y tomarla por el brazo. Fue fácil esquivarlo. Lo recorrió de abajo arriba, provocándolo. Subió un dedo a su boca, lo cubrió con sus labios y lo enredó en su lengua. Pronto sus caderas adquirieron ritmo. Se acarició los senos. Lanzó una carcajada y pensó en abrirle. Él la detuvo con sus palabras.

“¿Sabes qué voy a hacer? Voy a sacármela y me voy a masturbar aquí afuera, viendo cómo te tocas”. Ella le dio la espalda y provocó en su cintura. Pasó las manos por sus nalgas y bajó flexionando las rodillas. Sabe que él adora su trasero. Se quitó la playera y al voltear descubrió que él había cumplido su amenaza. Estaba ahí, acunado hacia la puerta, masturbándose. Con el peligro de que alguien pasara y lo viera haciendo eso casi en vía pública.

Se quitó el pantalón, sin prisas, y volvió a recorrerse con sus manos en ropa interior. Negra. Deslizó sus pies en las sandalias que se había quitado. Él lanzó un pequeño gemido cuando ella introdujo su mano bajo su panti. Sintió la humedad en sus dedos y se abandonó a la sensación de saberse observada. Cerró los ojos después de haber encontrado en su mirada el deseo que quería provocar.

Sintió en sus manos de mujer un placer de hombre. Imaginó sus propios gestos en la respiración agitada que escuchaba a su espalda. Su cuerpo se volvió hermoso de deseo. Él se endurecía en el colmo de la excitación, mirando cómo se poseía a sí misma. Lanzó un rugido. Quería poseerla. Ansiaba poseerla. Ella escuchó el rugido en su vientre y no pudo más.

Ella quitó el picaporte. Él entró a la casa. Ella lo miró. Él la tomó de la cintura y la llevó al cuarto. Ella apagó la luz. Él la tiró a la cama. Ella le quitó la camisa. Él descorrió el cinturón. “Voy a contar hasta diez para que te alejes y luego iré tras de ti… Diez.”

octubre 09, 2006

Un cuento en verso

Los Agonistas

Al del cuerpo impaciente y la sonrisa a flor de piel…


Estamos entre dos mares.
Acostados sobre la arena.
El viento nos cubre con su aliento de sal y algas,
abriendo, más que vistiendo la piel.
Los peces nadan por nuestros cuerpos,
navegando por los muslos,
respirando nuestra vida.
Las olas lamen nuestras ruinas.
Somos rocas.
Tú en tu mar. Y yo en el mío.

Acaricio tu rostro con mis manos
Y borro los surcos de tu frente
Y lleno el abismo de tus ojos con la arena,
con la arena que me arranco del vientre.
Y sello tu boca con mis labios.
Y tú ya no eres tú,
Eres todos los hombres,
Todos mis hombres.

Tu cuerpo son todos mis recuerdos.

Nuestras espaldas son peñascos donde las olas chocan.
Fuerza que quebranta la frontera infranqueable
entre tu cuerpo y el mío.

Con tus dedos trazas un círculo en mi pecho,
Y abres un agujero por donde mi alma escapa,
Alma hecha paloma que se posa en tu hombro
Y me ve,
Horrorizada
Y se echa a volar hacia el sol agonizante de la tarde.
Y yo ya no soy yo,
Ni soy todas las mujeres,
Ni todos tus amores.

Lívida, casi muerta, me tomas en tus brazos.
Tu pierna sobre la mía.
Mi sexo frente al tuyo.
Me das de beber de tu aliento,
Del semen que brota de tu sexo
Serpiente de agua y sal
que busca su fatal destino
en el misterio de mi cueva:
rincón del ser donde se desmoronan los sueños,
donde la soledad comienza…
donde nace la muerte de poseerte y no albergarte.

Con cada vaivén,
con ese ir y venir de olas,
y de cuerpos,
se alborota la marea.
Tu mar penetra el mío,
mi mar abraza al tuyo.
Nuestras olas se confunden
en un solo y solo mar.
Y nos van desvaneciendo de la arena.

La espuma es nuestra mortaja,
El mar nuestra fosa,
Y el horizonte nuestro destino:

Somos las estrellas más distantes y oscuras de la noche,
De la noche de los tiempos.

Yo en mi Tiempo…

Y tú en el tuyo.

septiembre 17, 2006

de segunda mano

The carpet, too, is moving under you
And it's all over now, Baby Blue.

yo no estaba ahí contigo. yo no era el que miraba el cabello suelto, vestido corto y zapatos extranjeros. yo no había sido invitado a esa fiesta en un jardín gigante, con una casa en el centro y una pequeña palapa en la esquina, como lo recordaba de una noche antes. alrededor los mecheros que expiraban olor a aceite, suave en comparación con el hedor a cigarro del que te habías impregnado.

yo no estaba sentado en la silla de al lado y tampoco te contaba al oído un pequeño relato. uno gracioso como para desconectarte del ritmo de la música, para que te hubieras reído. yo no podía temerle, yo no los estaba mirando. yo no vi el roce accidental de su boca y tu risa suelta con las cosquillas y no tenía presente el tiempo que se estaba haciendo más largo.

yo no te vi tumbar con la barbilla uno de los tirantes, dejando pasar las llamas a tu hombro por un momento. yo no vi sus ojos crecer; estaba en otro lado, en otro tiempo. yo no escuché las palabras para invitarlo a un lugar más cómodo, aquel sillón a la mitad de la cochera o ese ensombrecido pedazo en el jardín.

yo no estaba en medio de los dos, ni detrás de ti. yo no olvidé tu nombre, no era él. yo no probé tu piel de humo, yo no pude morder los huesos de tu cadera. yo no sentí las sábanas de la cama color menta; ya me las había llevado. yo estaba en mi sala, en mi oficina, en mi carro, en mi escritorio con la primera tapando los recuerdos, y como si fuera tu cuerpo, la segunda mano.

septiembre 03, 2006

Do you remember the first time?

“You’re gonna let him bore your pants off again”
-Pulp

Sé que ya me tengo que ir. Son las cuatro y media. Voy a llegar tarde mañana. Pero no puedo irme, en realidad, porque él está ahí. No puedo parecer una señora aburrida cuando él está ahí. O una niña buena, lo que sea. No es que no lo sea, cualquiera de las dos, sino que preferiría que él no lo recordara.

Siempre fue sumamente divertido. Me acordé de eso cuando lo vi sentado junto a mí en la barra. Ni siquiera me había visto, tan ocupado estaba fumando y platicando con alguno de sus antiguos camaradas. Lo vi dejar su cigarro en el cenicero y mover el cabello de su fleco hacia atrás. Antes tenía el pelo largo, y ese gesto tenía sentido.

Decidí saludarlo, porque, bueno, estaba sentado junto a mí, en algún momento tendría que hacerlo.

“¡Hola!”, me dijo. Parecía realmente feliz de verme.

“Hola, ¿cómo te va?”

“Muy bien, ¿y a ti?”

Lo puedo ver. Puedo ver lo bien que le va. Lo bien que se siente, sentado ahí con sus amigos de siempre, quienes me saludaron (con menos efusividad), mientras daban un trago a sus cervezas. Ciertas cosas nunca cambian. Su pelo lo hizo, como ya dije, pero sigue siendo el mismo. Pude ver que no se rasuró antes de venir. Creo que la única vez que lo hizo fue la primera vez que salimos.

Sentí que la situación era incómoda. Estar sentados juntos nos obligaría a platicar, o al menos a reconocer nuestra presencia. Así que me levanté e indiqué a algún lugar indiferente, y dije que iba a buscar a unos amigos.

Tal vez ni siquiera lo duda. Tal vez ni siquiera piensa en mí lo suficiente como para preguntarse si lo que digo es cierto o no. Yo por otra parte, no puedo dejar de preguntarme cosas cuando él está cerca. Tampoco es como que lo haga todo el tiempo, pero verlo ahí, en la misma silla, con las mismas personas, con la misma ropa, tomando la misma marca de cerveza, fumando la misma marca de cigarros; hace que las cosas parezcan como eran. Excepto yo.

La primera vez que vine fue con él, desde luego. Yo no hubiera sabido que tal lugar existía, antes de él. Pero no era algo que fuera a decirle. Al contrario, creí que podría convencerlo de que esta era mi escena, mi lugar común. La primera vez hasta fingí que sabía lo que estaba pidiendo de tomar, fingí que sabía los precios, fingí que sabía dónde debía sentarme. Todo mientras fingía, también, que no lo estaba dejando llevarme a dónde él quisiera, tomando lo que él tomara. Fue un trabajo difícil y cansado. Uno sólo puede fingir hasta cierto punto.

Por otro lado, él tampoco estaba poniendo tanta atención. Tal vez alguien más se hubiera dado cuenta, pero él no lo hizo. Y eso no me pareció ni remotamente sospechoso.

Supongo que ahora podría dejar de fingir que busco a alguien conocido. Dudo que me haya seguido con la vista para ver dónde me siento, así que voy a pararme aquí, y escuchar la música. Si algo me ha hecho regresar, después de aquella primera vez, es eso: la música, el humo, el alcohol. Puede no haber sido por lo que vine en primer lugar, pero eso pretendía. Supongo que en algún momento dejé de fingir y empecé a sentirlo en realidad. Supongo que es mejor empezar fingiendo que sientes algo y luego sentirlo, que empezar fingiendo que no sientes tanto para luego tener que obligarte a hacerlo.

Ahora supongo que, si no hubiera fingido todo, las cosas hubieran sido diferentes. Tal vez podría haber disfrutado honestamente de las pláticas con sus amigos. O podría haber hecho comentarios originales, en vez de reírme como estúpida de todo lo que ellos dijeran. Pero supongo que ahora ya no tiene caso pensar en eso.

Lo que más me molesta de haberlo visto junto a mí en esa barra, es que ahora no puedo pensar en otra cosa. Normalmente estaría regresando a mi casa (ya es demasiado tarde, después de todo), o disfrutando la música, o tomando otra cerveza. Pero ahora no puedo dejar de fingir que no estoy volteando hacia la barra, buscándolo y rogando no tener que volver a verlo con otra mujer. Porque lo haría. Si otra mujer llegara y lo besara frente a mí, tendría que verlo, y recordarlo, y fingir que no me importaba mientras lo hacía.

Estar en un bar sin una cerveza en la mano no tiene ningún sentido, así que tendré que acercarme otra vez. No es que quiera acercarme otra vez. O al menos puedo actuar perfectamente como si no lo hiciera. También puedo actuar como si me estuviera divirtiendo, como si estuviera pensando en otra cosa y no en él. Como si no estuviera tratando de acercarme lo suficiente para saber si todavía huele igual, si su espalda se siente igual mientras me recargo junto a ella. Puedo simplemente acercarme a la barra y decir:

“Me das otra cerveza, por favor.”

Y sacar un billete y dárselo al tipo de la barra y esperar mi cambio. No puedo fingir que no lo veo. Eso es demasiado obvio. Así que simplemente volteo hacia donde está y sonrío, esperando que eso sea suficiente para no parecer demasiado interesada. En el momento en el que me voltea a verme, y sonríe, sé que está borracho. No debería ser ninguna novedad. Parece la mejor persona del mundo cuando está borracho. Es amable, ingenioso, coqueto. Claro que no hago nada que haga notar que yo me doy cuenta de esto.

Tomo mi cerveza y digo “Salud” ante él y sus amigos, y me voy. No es que quiera que piensen que tengo un lugar más interesante en el que estar. Ya no hay tanta gente como para fingir que estoy con alguien más, de todos modos. Simplemente no puedo quedarme ahí.

Después de esta cerveza tengo que ir al baño. Me observo en el espejo y me doy cuenta de lo diferente que me veo. No puedo fingir que soy la misma que antes. Si hubiera sabido que iba a verlo me hubiera puesto otra cosa, lo hubiera intentado más. Él no es especialmente sensual. No es el tipo de hombres que inspiran a quitarse la ropa en el momento que los ves. No a las demás mujeres. Pero yo siempre parecí gustarle. La primera vez que vinimos me lo dijo, al menos.

Supongo que es hora de que me vaya. Puedo hacerlo sin parecer demasiado aburrida. Tal vez puedo llegar a la salida sin que me vea. Lo más seguro es que no se dé cuenta, de todos modos. Justo cuando voy a abrir la puerta, ésta se abre, y él entra.

“Perdón, no sabía que estaba ocupado.”

“No te preocupes, ya voy a salir. Aunque supongo que deberías intentar en la puerta de a lado, me han dicho que es la más adecuada para ustedes.”

No puedo dejar de intentar ser graciosa, con él. Divertida, sin preocupaciones, dispuesta a todo, sarcástica, sin ningún apego al mundo. Funciona y él se ríe. Eso también lo hace igual. Se recarga en la pared junto a la puerta y cierra los ojos. Siempre me impresionó su capacidad de disfrutar tanto algo como descansar junto a la puerta mientras está borracho.

“No te vayas.”

Entra al baño y yo le hago caso. Trato de hacer algo con mi cabello, porque eso es lo que hago: fingir que tengo otras cosas en la mente, que no hago lo que hago sólo porque pueda tener una repercusión en él y en la forma en que me ve. Para crédito suyo, cuando sale se lava las manos. Nunca pensé que hiciera eso. Luego pasa sus manos mojadas por su cabello. Antes lo tenía largo, y ese gesto tenía sentido.

Me ve en el espejo. Ambos preocupados por nuestra cabellera, fingiendo que nunca hemos estado juntos aquí. Yo estoy fingiendo, al menos. Tal vez él ni siquiera se acuerda. Cuando se acerca y me besa, al mismo tiempo que mete su mano, todavía un poco mojada, bajo mis pantalones, hasta se siente normal. Hasta parece que es lo que iba a hacer todo el tiempo. Ni siquiera se siente nuevo o incómodo, porque hemos hecho esto antes.

Pongo mis brazos alrededor de su cuello mientras toco su recién recortada cabellera, húmeda. Y todo parece igual, como era. Su aliento sabe igual, la cerveza era igual, la marca de cigarros era igual. Los sonidos que hace son iguales, y ésos son los que me hacen abrir los ojos. ¿Cómo puede ser que todo sea igual?

“¿Qué pasó en todo este tiempo?”

“Ah, sí. Crecimos.”

Lo dice sonriendo, mientras pone sus manos en mi pecho. Bueno, sí, crecimos. Pero para mí todo es igual. Todavía estoy fingiendo que esto es normal y que en la mente no estoy ya preguntándome qué significa todo esto: si soy tan irresistible que no pudo esperar para venir a buscarme, si ha estado pensando en mí todo este tiempo, si de verdad siempre le he gustado pero nunca había tenido la oportunidad de hacer nada, si sólo tenía ganas de ir al baño y sucedió que yo estaba aquí. Ni si quiera son sus besos lo que me emociona: es que todo sea igual, que él parezca estarlo disfrutando. Suena como si lo hiciera.

Cuando se abre los pantalones, yo me recargo automáticamente en la pared y empiezo a bajarme los míos.

“¿Te acuerdas de la primera vez?”

No recuerdo una peor.

“No mucho, estaba borracha.”

Menos que ahora, definitivamente. Pero él nunca lo supo.

Pienso que hasta esto es igual, mientras hace a un lado mi ropa interior, con cuidado, disfrutando de la sensación mucho más que yo. La verdad es que no recuerdo haber sentido nada aquella vez. Ahora puedo al menos sentirme en un territorio conocido, puedo al menos sentir que he vencido una pequeña batalla contra el tiempo. En este momento tengo algo que nunca más iba a tener. Puedo disfrutar el cómodo movimiento conforme va creciendo, puedo disfrutar de su aliento en mi cuello, de su cabellos pegado a la piel de su frente por el sudor, de su característico olor que estará pegado mañana a mi ropa. Eso es lo único que quiero, algo que pueda recordar después, cuando tenga que fingir que nada ha pasado. Hago lo que hago sólo para poder recordar que alguna vez sucedió.

Cuando me muerde en el cuello, sé que todo ha terminado. Y puedo verlo de nuevo, como la primera vez: respirando rápidamente, lleno de sudor, con la ropa fuera de lugar y el cabello alborotado. Esto es lo que quiero recordar.

Me acomodo la ropa mientras él hace lo mismo, sin vernos a la cara. Él no me ve, al menos. Luego se observa en el espejo y trata de decirme algo mientras busca sus cigarros en las bolsas del pantalón, pero no lo dejo.

“Me quiero ir a mi casa.”

Ahora sí que me mira a los ojos. Por un momento, creo que tal vez se acuerda de la primera vez, pero luego me dice:

“Yo también, ya es tarde.”

agosto 27, 2006

Cómo fue

Sucedió más o menos así.
“Había una vez una noche sin estrellas, que cubría a una ciudad insomne. La ciudad creaba laberintos que trababan pasos; las calles se divertían cambiando rutas, creando posibilidades, desbaratando aquello que se daba por hecho. La noche era el manto bajo el cual las almas despistadas entraban en un juego sin remedio. Víctimas de las circunstancias, nuestros personajes caen en las redes que desde hace mucho tiempo estaban tendidas sólo para ellos”.

No. Ocurrió de otro modo.
“En la barra de un bar, los cuerpos sudorosos se apretujan; gritan tratando de hacerse escuchar sobre la música que un grupo de salsa genera a un volumen intolerable. El cuello largo de la botella se sostiene perfecto dentro del puño de la mano; ella bebe y disfruta la cerveza fría, la siente resbalarse por la comisura de sus labios, por su garganta. Cuando enderezó la cabeza después de un trago largo, pudo ver a través del espejo un par de ojos que le miraban sin mirarla, la perforaban sin saberlo. Algo brincó dentro de su vientre y para apaciguarlo, dio otro trago largo a su bebida".

Quizá tampoco fue de esa manera.
Se trata, sencillamente, de la historia de dos personas que no buscaban nada, que se aventaron a la calle con el corazón vacío, con el deseo muerto entre las piernas. La respuesta a la búsqueda no iniciada se materializó en la barra de un bar cualquiera, y era tal la pregunta inexistente, que la respuesta para ambos fue perfecta: los ojos así, las manos así, los labios así, el talle así. Él dijo “qué bonito es tu collar” y ella escuchó “quiero tocar tus senos”. Élla dijo “¿te gusta bailar?” y él escuchó “quiero untarme a tu cuerpo”. Ambos dijeron “salud” mirándose a los ojos, y chocaron los envases de Corona.

Lo demás, ocurrió más o menos como siempre: la charla obligada, el cigarro obligado, más cervezas, el calor y el baile oprimiendo el cuerpo, inundando, llenando, ambos a puntos de explotar. Los cuerpos cada vez más cerca, el baile hacia un lado y hacia el otro, las caderas apretadas, la energía concentrada debajo de la cintura. Sin mucho rodeo sus rostros sedientos se acercaron, jugaron a tocarse: lenguas húmedas y calientes resbalaban dentro de un beso que duraba minutos, horas; bebían saliva para saciar la soledad. Sus manos entraban como peces inquietos por debajo de la ropa mientras el baile se hacía más lento; a destiempo la piel palpitaba bajo el dominio de los dedos, de las uñas de uno que se aferraban al otro, ergo las espaldas desgarradas, el sudor que lamía las heridas impregnándolas de sal.

Ella intentó separarse de ese abrazo que la fundía en el cuerpo de él, separarse sólo un poco para poder ver su rostro, grabarse sus ojos y la espesura de sus cejas. O sus labios suaves perfectamente delineados por su barba recortada. Él por su parte resbalaba la mirada por la línea de su cuello, por la curva de su cintura perfecta. Se sorprendieron. Tanto, que se echaron uno en brazos del otro con toda la ternura que pudieron reunir, felices ambos porque podían tocarse y besarse pero sobre todo, porque podían admirar en la perfección de sus cuerpos el deseo, en su forma más pura e intensa.

La noche, la misma que ocurre siempre, los dejó salir a la calle. Tomados de la mano corrían huyendo del tiempo, del ruido, de la otra gente. Un callejón sin luz fue el lugar perfecto para encontrarse de nuevo, abrirse paso entre cierres y botones ignorando la existencia del mundo alrededor, jugando a morirsematarse un rato. Descubrieron que el deseo no había muerto, que sólo había bastado ese encuentro para llenarlos de una energía insaciable que no los dejaría dormir las noches posteriores, rasgando sábanas, tocando su propio cuerpo en la ausencia del otro, ese que habían encontrado una vez y sólo una.

El amanecer pintó los últimos besos de anaranjado. La luz del sol comenzó a diluirlos en ese abrazo que esperaban eterno. Pero como siempre, está de más decir que no lo fue.
Que tú me quieres dejar, que yo no quiero sufrir…
las notas de un son apenas se alcanzaban a escuchar.

agosto 20, 2006

Ciudad de locos

“por qué esa carrera en la noche entre autos desconocidos donde nadie sabía nada de los otros, donde todo el mundo miraba fijamente hacia adelante, exclusivamente hacia delante”. Julio Cortázar.

El otro día recibí un correo. Tengo activado el Junk para evitarme leer los mensajes de quienes quieren que alargue mi pene a pesar de que no tengo uno. Éste decía: Tu admirador secreto. Ajá. Claro, no reconocí la dirección y le puse palomita en el cuadro para borrarlo. Le di Eliminar pero la página no se cargó. Los trastabilleos de mis dedos que temblaban un poco -y es que había tomado mucho café y además malabareaba con un cigarro en la mano derecha- me hicieron darle click al mensaje en lugar de tratar de borrarlo otra vez:
Tú no me has visto a mí, pero yo sé que tomas todos los días el metro a la misma hora, algunas veces vas más apurada. No soy un perseguidor psicótico en ésta, la ciudad más caótica que conozco. Sólo es que un día te vi, y luego, al siguiente también, y a partir del tercero decidí adherirme a tu rutina para verte llegar bien al camino que compartimos. Yo me bajo en el Zócalo, tú, no sé. Verás, toparse a la misma persona desconocida más de una vez en esta ciudad, y acordarse de su rostro, no es algo cotidiano. Puedes decir ¡ah! qué casualidad, sonreírte y seguir tu camino, o puedes interpretarlo como un signo. ¿Tú, qué pensarías?
Me fue inevitable cambiar mi rutina al día siguiente, y es que sí, siempre me subía por las mañanas al mismo vagón, el del fondo. Tomé la determinación de abordar el metro en una estación distinta y en vagones diferentes. Así por una semana. Un día, un niño vendedor de reaggetón me coló un papelito:
Te entiendo. Siempre le huimos al destino cuando nos es desconocido, porque es potencialmente fatídico. Ciudad de locos.
Él estaba ahí, o había estado. No pude evitar buscar a mi alrededor con la mirada, a pesar de que le temía y podía finalmente encontrarlo. Casi todos dormían, nadie me respondió. Yo me bajé y corrí a tomar un taxi fuera de la estación.

Desde el principio, muchas preguntas cruzaron veloces: ¿cómo es que tiene mi email?, sabe ya cómo me llamo, tal vez de dónde vengo, ¿sabrá dónde vivo? Un golpe seco congeló mi sangre, y el frío que nació en mi estómago me llegó hasta las manos. Me seguiría un día por la noche, o tal vez al salir temprano de casa a la madrugada, aún oscuro. Me subiría a un auto y me llevaría a una casa solitaria, para no regresar. Me visualicé atada a una cama y semidesnuda. Casi sentí su lengua húmeda y ansiosa correr entre mis piernas, mientras yo, inmóvil, no podía detener al bicho que me exploraba con toda la malicia que había guardado por este tiempo. En cualquier momento, escorpión, me podía atacar, y sus movimientos cabalgarme venenosos para hacerme morir mil y una noches de manera sucia, mecánica, obscena, y yo, ya sin fuerza, no me podría resistir más.

Algo tremendamente dulce tenía que disolver mi nudo en la garganta, y con Soledad, pasé una noche tratando de olvidar cualquier cosa. Viendo películas dulces o filosóficas que nos raptaran, pero voluntariamente, la conciencia del mundo por un momento. Fue entonces que me bañó su pregunta como una lluvia ligera pero continua, levantando ahora un olor verde y el ambiente fresco de la tierra mojada: ¿tú, qué pensarías?... puedes decir qué casualidad… o puedes interpretarlo como un signo.

¿Por qué sólo le permitimos el juego de las pistas a Montmartre?, ¿por qué sólo nos maravilla el encuentro de extraños en esa película de rotoscope? Todos manejamos a ochenta kilómetros por hora, hasta que el accidente nos estanca la marcha a contrarreloj y nos atasca. El mundo cambia, el escenario se personifica, y todos tienen rostros y nombre e historia. Y luego, uno de ellos nos enamora, y es el guiño que esperábamos todo el tiempo.

Esa noche nos soñé. Y todo iniciaba en un café en cualquier parte. No, no. En el centro, en ese lugar desde donde podíamos ver los campamentos en Madero, y hablar de ellos y de Atenco y de la mierda que es este mundo. ¿Por qué me pasé por alto desde el principio que escribe tan bien? Luego paramos a hacer unas jirafas amarillas de cartón en el corredor, mientras una viejita vestida de azul pasaba con un cartel del candidato y con la mano alzada gritaba ¡Vooooto por voto, casilla por casilla! Llegamos después al mero centro, y las del taller de arte nos pasaron incienso en su rito a la madre tierra de las dos de la tarde. Nos sentamos frente a Templo Mayor, con unas cervezas frías disfrazadas en bolsitas de plástico, hacía calor. Ahí, leímos un rato, cada quien a su cada cual, y recorrimos luego de vuelta toda la ruta para perdernos en la instalación de Soto frente a Bellas Artes. Una selva sintética de lianas amarillas, donde nos vimos al fin más desinhibidos, excusados por el juego de dar vueltas y desaparecernos y reencontrarnos después.

Subimos al metro, y nos deshicimos entre los demás cuerpos de domingo que también buscaban regresar. Poco a poco, en cada estación, cada vez más lejos. Sin habla, sin sonido en las articulaciones de las bocas, jugando a la mímica de las palabras. Así, con la corriente de río, se fue. Nos encontramos por la noche en el sueño del sueño. Ahí, como en aquella imagen del escritor, nos dibujamos, aunque por vez primera, los ojos, la nariz y luego la boca, en un ejercicio simultáneo, en la oscuridad de ninguna parte. Perdidos, en un lugar donde sí nos permitimos aventurarlo todo, anulamos el miedo que nos infunde señora prensa en su nota roja de ciudad, que al día siguiente leería en alguna de sus primeras planas: "Ataca de nuevo asesino virtual".

julio 26, 2006

Anoche

Es de noche. Me encuentro en un extremo del lago y alguien detrás de mí, una figura un tanto obscura y deforme, me ordena subir a una balsa. En ella hay varias mujeres, tal vez son cuatro o cinco, todas con una expresión de profunda y negra melancolía. Un hombre me ayuda a subir a la balsa, parece ser el jefe. El chulo. Me siento al lado de una morena muy joven, tal vez apenas una niña, que me dirige una lúbrica sonrisa como toda respuesta a mi saludo. No se vuelve a dirigir a mí durante la travesía. No sé lo que hago ahí, pero no estoy asustada, tan sólo tengo un poco de frío. Llegamos al extremo opuesto del lago y, sin que yo advirtiera el momento preciso, el alcahuete había sufrido una metamorfosis. Se había convertido en una hermosa mujer. Estaba desnuda, hierática como una estatua de mármol. Parada frente a nosotras da la impresión de ser inmensa, iluminada majestuosamente por la luz de la luna parece un ser fantasmagórico. Pero no un ángel, sino un bellísimo demonio. Con un tenue movimiento de su rostro, les ordena a las otras mujeres que se bajen de la balsa. Lo hacen silenciosamente y de la misma forma, y con la misma diligencia, se dirigen a la suntuosa residencia, la única construcción que se vislumbra en el horizonte. A lo lejos se escucha el bullicio de la música, de las risas histriónicas y del coro desenfrenado de los gemidos orgiásticos, orgásmicos. En la balsa sólo quedamos ella y yo. Me levanto y me acerco a la extraña mujer, que me atrae con su sensualidad mítica, con la turgencia de sus abismales curvas. Ella trata de detenerme pero yo no la obedezco. Me paro frente a ella, siento la agitación de su cuerpo. Y la afloración de mi deseo. Me despojo del leve vestido que cubre mi cuerpo. La miro, la admiro. Me hundo en sus ojos, en la negrura infinita de su mirada. Levanto mi mano y toco uno de sus senos, lo acaricio, lo estrujo, lo aprieto entre mis dedos como si fuera un fruto al que deseara exprimir todos sus jugos. Tomo su pezón entre mis dedos y lo excito. Se pone firme. Nos estremecemos. Acerco mis labios a los de ella y los beso suavemente, como pidiéndole permiso para que mi lengua pudiera explorar el misterio de su deliciosa boca. Ella no logra contener más su deseo, al fin y al cabo esa es su profesión, y me besa con brusquedad, tratando de fundirse con todas sus fuerzas a mi ser. Abre mi boca con la suya, muerde mis labios hasta hacerlos sangrar. Entrelaza su lengua con la mía y bebe mi aliento. Se va consumiendo en mi ser. Y yo me voy abrasando en su fuego. Sus manos no acarician mis hombros sino que los devoran, dejando como huella de su febril trayecto los rasguños rojos de sus uñas rojas. Trazan un mapa delirante de cruces y líneas en mi espalda. Me arden sus caricias, pero el dolor me hace buscar el placer en los lugares más indómitos de su ser, en los rincones más oscuros de su piel, en el infierno celestial de su cuerpo. Sus manos descubren mis nalgas, las moldean como si fuera arcilla. Uno de sus dedos se hunde en la profundidad caliente que los separa. Se balancea de mi sexo derretido, excitando a penas mi clítoris ya erguido, a mi palpitante culo, imitando el suave vaivén de la balsa. Gemidos entrecortados escapan de mi boca, como eco de aquellos que se escuchan a la distancia. Acaricio su cara, quemando su perfil en la palma de mis manos. Todo mi cuerpo está en llamas, me he convertido en una lúbrica tea. Cojo mi sexo con furor. Mis dedos salen empapados. Tomo el de ella y lo encuentro hinchado y mojado. Latiendo como un animal desbocado. La tumbo al fondo de la balsa. Quiero saber lo que es ser ella, quiero que sepa lo que soy yo. Separo sus piernas y sus muslos me abren su sexo, que se desvela como un sol fulminante. Quedo enceguecida. Aspiro su aroma para guiarme hacia él, para abrirme el camino. Me derrumbo sobre ella, me rodea con sus piernas y me atrae hacia su cuerpo. Finalmente seremos una. Y la penetro con mi duro e hinchado pene imaginario.

Sus gemidos delirantes me despiertan. Estoy en una cama que no es la mía, en un lugar desconocido. Estoy sudando, las sábanas se me pegan como una segunda piel. Estoy desnuda. Volteo, y encuentro durmiendo a mi lado a un extraño. No logro reconocer su rostro. Su cara es como una hoja en blanco. Los gritos de placer de la mujer de mi sueño todavía resuenan en mi mente. Está a punto de estallarme la cabeza. Despierto al extraño y le pregunto que quién es. Me dice entre dientes que se llama René, se da la vuelta y se vuelve a quedar dormido. Y entonces recuerdo, porque su nombre no me dice casi nada. Lo conocí la noche anterior en un bar y nos fuimos a su departamento cuando dejaron de servir alcohol, ya en la madrugada. Había bebido mucho. Martinis. Era la primera vez que los probaba. No recuerdo más. A penas me levanto de la cama y siento que mi sexo arde como un sol. Me duele caminar. Como puedo recojo mi vestido y mis zapatos, y me voy vistiendo en el camino hacia la puerta. No veo mi bolso por ningún lado. Lo busco desesperadamente, quiero salir cuanto antes de ese lugar. Finalmente lo encuentro en la mesita de la entrada. Salgo. No me despido del extraño, tampoco quiero saber lo que en realidad pasó anoche con él. Porque sé que nada pudo haber pasado: anoche estuve en una balsa, haciendo el amor con una mujer tan profunda como el sueño, tan ardiente como el astro luminoso y tan enigmática como esa noche.

La única realidad es la de los recuerdos. Y la extraña mujer es lo único que ha escapado al olvido de esa noche. El hombre llamado René jamás existió, horas después ya ni siquiera lograba recordar su rostro. En cambio, el cuerpo de la mujer quedó grabado en mi piel.

julio 12, 2006

Tormenta de verano

Me harté de ver el sol entrando constantemente por la ventana. La vista se había vuelto nauseabunda: sol, vendedores ambulantes que prometían solventar el calor con sus nieves de limón, perros sarnosos oliéndose los unos a los otros, un árbol debilucho inmóvil gracias a la ausencia de viento, y un par de mecánicos grasientos durmiendo la siesta en la banqueta. El calor era tan inquebrantable que ya hacía un par de meses que rogábamos que una tormenta viniera a redimirnos. ¡Oh, lluvia, que con tus ocho mil brazos le das sentido a nuestros veranos! ¡Haz que esta tarde venenosa nuestras ventanas tiemblen contra tus vientos furibundos!

Pero lo único que llegaba era el estruendor del tren, que cada vez que pasaba parecía que la casa se fuera a derrumbar.

Recordé entonces que durante el invierno que pasé allá, tomé un video de casi diez minutos de la vista desde el octavo piso donde trabajaba. Lloviznaba, y hasta los edificios parecían andar encorvados y con el abrigo abotonado hasta la nariz. Pensé que tal vez, si miraba el video, me sentiría mejor. Lo único que había que hacer era encontrarlo entre mis cuatrocientos discos quemados que no tenían organización alguna. Así que, sentada en el suelo con mi laptop, en la única parte de la habitación a donde no llegaba el sol, con un vaso gigante de hielos a un lado, fui revisando el contenido de mis discos.

En una carpeta dentro otras varias capas de carpetas de trabajos de la prepa, encontré el archivo que hace algunos años había escondido para que nadie lo encontrara jamás. Había terminado por olvidarlo después de no verlo en las carpetas habituales. Era un video que nos tomamos en un hotelucho de cien pesos por tres horas, alguna madrugada entre semana después de haber salido a hurtadillas de nuestras casas, teniendo cuidado de no despertar a nuestros padres.

“La puedes arrancar si quieres”, dijo mi voz adolescente.

Mientras una de sus manos sostenía la cámara y la otra arrancaba la blusa apretada de botones que me había puesto precisamente para ese fin, sonó el tren. Nunca me había percatado de ese sonido en el video. ¿Cuántas cosas como esa no habré percibido entonces? Imaginé que aquella madrugada de verano, mientras besábamos tímidamente nuestros sexos, hubo tormenta. El bochorno nos hizo sudar más de la cuenta y nuestras pieles se resbalaban como delfines contra un agua musical. Las cucarachas recorrían los muebles mientras nosotros palpábamos aplicadamente el cuerpo del otro. Una lengua en una axila, una oreja en un obligo, un hombro en un ojo, una cadera en un mentón. Nuestro pelo mojado de sudor interfería con nuestros besos pero no con los secretos amorosos que nos íbamos diciendo quedo. Qué rico era quererse entonces.

Me ordenó ponerme de pie sobre la cama y desanudar los listones que sostenían una tanga demasiado indecente como para que mi madre me dejara usarla. Dejé que me recorriera toda con el lente: qué pequños mis pechos, qué infantil mi vientre. Me había depilado completamente pues nos gustaba sentirnos niños. Mis pezones fueron mordidos con demasiada vehemencia y mis movimientos pélvicos fueron demasiado
lentos. Estuve, sin embargo, monstruosamente dilatada, deshaciéndome en fervor casi religioso mientras él hacía unas tomas de sus dedos adentro de mi vagina. Después tomé yo la cámara y fui diciéndole que se quitara la ropa, para tocar su cuerpo con mi otra mano. Con un dedo marqué lo largo de su columna e hice figuras con el dorso de mi mano en cada sucucho que pude encontrar. Le pasé la cámara nuevamente para que registrara mi desempeño en mi recién aprendido arte del sexo oral. Había que revolotear la lengua y abrir la garganta, succionar con cuidado de no meter los dientes, andar hacia arriba y hacia abajo, hacia adentro y hacia afuera, voltear a ver la cámara con ojos de lumbre sintiéndome toda una estrella porno, y seguir, seguir, seguir.

Luego dejó la cámara a un lado, cuidando que el ángulo fuera bueno, y me echó hacia atrás para penetrarme y terminar dentro de pocos minutos. Su corazón habrá latido con una violencia que a mí me habrá parecido envidiable. En el baño habrá habido un jabón Rosa Venus, un rollo de papel a la mitad, pelos ajenos en el lavabo, azulejos rotos y pésima iluminación. Unas gotas de semen habrán caído al agua del inodoro, haciendo unas figuras como de humo mientras yo orinaba. Me habrá salido una lágrima de placer, y me habré sentido, la verdad, un poco sola. Siempre era así, lo recuerdo.

Le pongo play otra vez. Viéndolo cogerme, moviéndose hacia adelante y hacia atrás con un poco de torpeza, y viéndome recrearme en su espalda con mis manos, traté de recordar sus lunares, la forma de la cicatriz en su antebrazo, la cantidad de vellos en sus piernas, el tamaño de su pie con respecto al mío. Detalles que se han esfumado para siempre, y que no queda más que recrear con las manos, reemplazando sus mordidas con cubitos de hielo, y escuchando el retumbar de la ventana, que opaca
nuestros pequeños gemidos.

junio 04, 2006

World in my eyes

And we won’t need a map, believe me
-Depeche Mode

Aquí estoy otra vez, haciendo un nuevo intento por volar en avión sin tener un ataque neurótico. Debo reconocer que llevo 391 minutos sin hiperventilarme. Después del despegue, lo único peor que hay son: el aterrizaje y las turbulencias.

No ha habido turbulencias hasta ahora, lo cual es bueno, pero apenas vamos a entrar al mar abierto. Hemos estado volando sobre toda la costa hasta ahora. Supongo que es mejor estrellarnos en alguna montaña que en el fondo del mar. Si tenemos suerte, la arena podría acolchonar la caída. O no.

Y todo este tiempo he estado demasiado consciente del tipo sentado a lado de mí. Debí haber pedido el asiento del pasillo, en caso de que tuviera que salir corriendo y gritar que el fin del mundo estaba cerca, pero llegué demasiado tarde al aeropuerto. El único lugar disponible era éste, en la fila 14 (que todos sabemos que en realidad es la 13), y en la ventana, para variar. En cualquier otra circunstancia, no hubiera volteado a verlo dos veces. Ha estado despeinado desde mucho antes de quedarse dormido y empezar a roncar como si estuviera en la comodidad de su cuarto.

Ahora no sólo tengo que controlar mi respiración, repetir “el avión no se va a caer” 25 veces antes de que empiece cada canción de esta horrible playlist e ir al baño cada hora, también tengo que empujar las piernas de mi vecino de asiento, que las avienta alrededor suyo como si no fueran parte de su cuerpo. Mi espacio es mi espacio. Si voy a morir, al menos que sea con mi espacio personal intacto. Cierto, el tipo tiene un cuerpo largo, debe ser un infierno acomodarse en uno de estos asientos. Supongo que por eso ganó el lado del pasillo. Pero la forma en que ronca me hace pensar en que ha logrado acomodarse bastante bien.

Yo, por otra parte, me estaba quedando dormida cuando sentí un pequeño movimiento que me hizo pensar en un desplome inevitable, para luego darme cuenta de que el tipo se estaba robando mi cobija. Empiezo a respirar rápido otra vez, pero sé que ahora es por coraje y no por miedo. Me levanto y salgo al pasillo, camino al baño. Espero pisar una de sus piernas en el intento.

Si tan sólo pudiera pedir una cerveza (o diez) seguro me daría suficiente sueño como para dormir, pero mi mamá se aseguró de decirle a todos los que quisieran escucharla que era menor de edad y que debían cuidarme como a la hija de un diplomático europeo. También intenté robarle un tranquilizante, pero debía haber previsto que ella misma se los había tomado todos antes de que yo pudiera acercarme a su bolsa.

Así que ahora estoy en el baño y hago lo único que puedo hacer: meter la mano en mis pantalones. No es el lugar más cómodo, pero he hecho esto antes. Suficientes como para saber que es mejor quedarme parada, con las piernas abiertas, y no bajarme los pantalones, sólo abrir el cierre lo suficiente para que mi mano quepa, pero quede apretada contra el hueso púbico. La vibración ayuda. La turbulencia no. Por eso, es mejor estar recargada de frente contra la puerta. Me recargaría contra la ventana, pero entonces tendría que ver la montaña en la que vamos a estrellarnos, o el océano en el que voy a ahogarme. Eso arruinaría mi concentración.

Normalmente no tengo que pensar en nada durante estos minutos, sólo cerrar los ojos y asegurarme de mover el dedo índice arriba y abajo las suficientes veces para empezar a sentir como todo se cierra en ese único punto. Normalmente no hago ruido tampoco. Pero hoy, justo cuando estoy viendo el círculo cerrarse con más y más velocidad, escucho una voz en la bocina junto a mi oído que dice: “Queridos pasajeros, queremos informarles que estamos pasando por la costa sur de Groenlandia. Esperamos que disfruten de la vista”. Volteo instintivamente a la ventana. Morir en el hielo. No hay nada más de lo que puedo sentir ahora. No puedo evitar gritar.

Regreso a mi asiento y hago un nuevo intento por pisar a el tipo al pasar sobre él. Me siento y jalo la cobija para evitar que él la toque.

Una hora después, cuando estoy pensando en levantarme para ir al baño, siento una mano sobre mi pierna. Volteo a ver a el tipo. Tiene los ojos abiertos y sus labios están cerca de los míos.

“You don’t have to move, you just sit still”.

Las manos se ponen en movimiento. Es todo lo que hay.

mayo 21, 2006

Quién fuiste

En la plaza central de esta ciudad los viernes se presentan saxofonistas y, de vez en cuando, músicos que tocan tango. Camino por ahí a las siete de la tarde, siento el sol que baja y el viento que sopla. Me imagino entonces que quienes caminan por ahí, lo hacen con la suavidad de las plumas que flotan en el aire. Viví un tiempo en el sur, ahora vivo en esta ciudad. Viajé al Norte.

Conocí a Mateo cuando caminaba mirando al cielo, en una plaza como esta. Nos cruzamos de pronto, distraídamente, al fondo sonaba cualquier música y las parejas de ancianos se mecían risueñas. Tomó mi mano y la puso en su hombro, su palma me apretujó la espalda y me impulsó con fuerza hacia él, escaló su nariz por mi cuello y me olió, profundo. Lo olí yo también. Dimos un paso, y dimos otro, mantuvimos fija la vista. Nos quedamos de pie estatutarios y nos miramos de frente. Esa noche, y las siguientes, nos encontramos en el mismo lugar.

Me porté como una puta, cogíamos en todas partes. Arriba de un mesa-banco una vez, de día, mientras sus niños jugaban en el parque, mientras su madre les hacía de comer. También los fines de semana. A veces, musitaba su nombre en mi oreja, al tiempo que tensaba mis cabellos de espaldas y me arrebataba de los hombros. No gemíamos nada más, sonreíamos a la hora de cenar, mientras cortábamos el pan y amablemente le pedía a ella que me pasara la tacita salsera, jugando yo a que era la socia de negocios que le robaría una semana después para borrar sospechas. Así, satisfechos, podíamos vernos juntos en la misma mesa que su mujer.

Ella, se cenaba también a los suyos, a sus dos, a sus tres, a sí misma. Viajé, y los cerdos siguieron haciendo lo mismo con todos, desenfrenados, con sus bolas de juguete y sus pechos inflados. Fui yo, pero bien pudieron ser otras. Ellos eran gallos crecidos para picotearse, para sacarse los ojos con los dientes y disfrutarlos luego en el desayuno como huevos cocidos, al inicio del día, antes de ir a la escuela, con el sol liviano sobre el rostro y el pasto verde recién cortado bajo el comedor francés, como si no pasara nada, mis ojos al lado de un par de galletas, y sus niños jugando en el patio antes de salir.

mayo 06, 2006

María

María odia su nombre porque es terriblemente arquetípico. Pero adora la manera en que cada uno de ellos lo dice. El uno distraídamente, casi tropezando con otras palabras, tenue e indiferente. El otro jugando, saltando en anécdotas infinitas hasta que se olvida de por qué la llamó. Ninguno le llama María amorosamente ni entre susurros. Por eso los ama.

María se divierte cuando, solos al fin, los tres se miran maliciosamente como la primera vez. Jules, como siempre, distraído. Jim, como siempre, juguetón. María riéndose. Tira sus zapatos en señal de acción y Jim se lanza a sus pies. Recorre con su boca cada dedo, gozando tal vez más que ella en una perversión satisfecha de antemano. Jules se queda mirando. Ella lo sabe. Se desabotona la blusa y se recorre en su propia perversión, acalorada, despeinándose. Jim avanza por sus piernas, ya sin playera y todo ansioso. Entonces Jules cobra vida desnudando el torso de María con su lengua, con sus mordidas, con su deseo. Y María suelta el cabello, se ríe y los deja hacer. Jim se entretiene en los muslos mientras los otros se besan y en el colmo de la exaltación deja desnuda a María. Ella pierde el sentido.

Son felices a su modo. Hay cóctel de frutas lunes y jueves; huevos martes y viernes; pan tostado con mermelada miércoles y sábados; café todos los días, y los domingos desayunan fuera. Su rutina es más bien un ritual que sólo se rompe de vez en cuando. Cuando, por ejemplo, la lengua de Jim excita el vientre de María y ella puede imaginar su erección en la dureza de sus pezones, en las mordidas y arañazos que le inflinge a Jules. En los besos con que éste arrincona el éxtasis de María. Jim muerde sus senos y acaricia el clítoris de María, las manos de ella incitan a Jules, y él se distrae en sus caderas. Ahí comienza la batalla para ganar el derecho a poseerla. Si Jim gana, María despertará a su lado con las sábanas ensangrentadas de ambos y pequeñas navajas regadas en el piso. Si gana Jules, despertará con un dolor entre las piernas y con él de bruces encima.

Un año antes de conocerlos, María había visto Jules et Jim en el cine.

abril 26, 2006

100

Esa noche que te vi, el cielo estaba conteniendo toda su lluvia.
Las nubes grises se amasaban sobre las montañas, y una que otra gota perdida nos caía en la nariz o en el ojo. Abriste la puerta del coche-isla, en medio de un gran estacionamiento vacío y de asfalto. ¿Y ahora qué? me dijiste. Yo me senté en el asiento trasero, dejando mis pies afuera del coche. No sé, acércate. Obediente diste uno dos tres pasos hasta que quedaste justo frente a mí.
El viento otra vez, sin lluvia otra vez.
Te cedí espacio, sube al coche, cierra la puerta. La cerraste. Algo conectado a mis venas diluía en mi sangre, gota a gota, una emoción que quiso explotarme en el pecho.
¿Y ahora qué? me dijiste. Bésame, idiota. Desde la oscuridad sentí tus ojos, como dos grandes preguntas mirándome fijamente. Cómo crees, yo no puedo besarte. Claro que puedes, y la respuesta de mis manos fue tomarte del cuello y acercarte con violencia hacia mi boca, no te resistas. Mi lengua marca el ritmo, tú dices auch. No digas auch, es anti romántico. Pero me mordiste el labio. Cállate, me desconcentras.
Y me hundo otra vez en tus labios, me acerco, te cerco, te arrincono, la respiración se agita, no te dejo ir. Me empujas de los hombros para separarme, despacito, como si quisieras que no me diera cuenta.
Tus manos van aquí, en mi espalda, y me acaricias así mientras yo me hundo en tu cuello, y luego muerdo tu clavícula y tú aprietas mi cintura. ¿Ves? no es tan difícil dejarse llevar, pero todavía no termino la oración cuando me avientas hacia atrás y caes encima de mí. Me besas con fuerza, has aprendido bien aunque toques mis senos con miedo. Te acaricio la espalda con las uñas, tú me besas el cuello, empieza a llover.
Qué bueno que llueve, me excita el sonido de la lluvia golpeando los cristales del coche, la negrura allá afuera que nos protege.
Sigue bajando tu boca, yo te ayudo con los botones. Deja un rastro de saliva brillante sobre mi vientre, lame mi ombligo. Quiero abrazarte el cuello con mis muslos, te digo, llevo meses deseando verte así. Te detienes en seco.
¿Y ahora qué?, pregunto. Es que ya se terminó la canción. ¿Y luego? Hubieras puesto una más larga. No, es que... es que aparte ya me tengo que ir. Cómo crees, apenas son las doce. Sí, pero es que mi mamá... Tu mamá ni siquiera te ha llamado, no mames; acércate otra vez, no me dejes aquí tendida y tan sola. Pero tu cara es triste.
El ansia que explota en mi pecho, otra vez, cuando de golpe me doy cuenta.
Pero si sólo tienes dieciséis.
Se me hace agua la boca, pero la expresión en tu rostro me dice que no puedo exigirte más.
Me abotono rápidamente la blusa y me acomodo el cabello. Tú te cambias al asiento del copiloto, y yo del conductor. Te llevo a tu casa. ¿Y qué le digo a mi mamá para explicarle la hora a la que estoy llegando? Pues... tú dile que las asesorías se alargaron mucho, porque el examen de mañana está muy difícil. No te preocupes por estudiar, ya sabes que como quiera yo te pongo el cien.

marzo 16, 2006

pan de cada día

"this is birth and this is death
all in the same breath"
-- jason collett, we all lose one another


lunes en la mañana, no me puedo levantar. suena el despertador y lo desconecto. la semana pasada estrellé uno contra la pared. me siento en la cama. lloro. ¿cómo voy a conducir así? encuentro un cabello largo entre mis sábanas y desvarío. me tropiezo cuando voy al baño. quince minutos me tardo en la regadera. no puedo mirarme, no puedo tocarme. dejo que el agua resbale.

martes en la tarde, calor de mierda que hace para ser abril. comiendo pasta otra vez. siento la piel pegajosa. muero por tener un pedazo de carne en el congelador. y por un lugar con vista al mar, a las montañas, o inclusive a la calle. todo menos un edificio con vista a otro edificio. miro para afuera. prendo otro cigarro para que se me vaya el hambre.

miércoles a todas horas, el hindú me persigue. me esperaba en la puerta cuando salí por unos cigarros. no sé cómo el guardia no le dice nada por estar ahí tanto tiempo. miro los tendederos que cuelgan cerca de mi cabeza y pienso lo fácil que es pasarse de un lado a otro. como en rayuela, con un tablón y con algo de esperanza. después de un rato ya no veo al hindú. me duelen los dientes. camino sin rumbo durante mucho tiempo.

jueves a mediodía, qué jodida vida. tengo la última cerveza en la mano y no me sabe a nada. estoy desesperado, tengo comezón en el pecho. mi plato está vacío desde ayer. miro por la ventana y sus piernas. quisiera no hacerlo. pone un pie encima del buró y desliza el rastrillo por su pierna. sube hasta la rodilla, baja y vuelve a empezar. me hipnotiza, como el lunar que nace en la comisura de su labio. voltea hacia mí y sonríe. como un millón de velos. se recoge la falda un poco más. las cortinas abiertas de par en par en su piel oscura. de alguna forma sé que mañana me arrepentiré.

viernes en la madrugada, no hay nada en la tele. la vista perdida. estoy cansado, quiero dormir. los escucho desde mi departamento. la escucho. finge, lo sé y ella también. su voz está en todos lados. siento que las paredes tiemblan, que se me vienen encima. sudo y tengo miedo. levanto el auricular del teléfono. hay silencio.

sábado a alguna hora. el pinche hindú no se calla. me encontró en la parada del autobús y lo traigo pegado desde entonces. lo ignoro, y camino rápido considerando las bolsas que traigo. la casa está hecha un desastre. meto las botellas al refri, el agua a calentar. cambio las sábanas por nuevas pero todavía me siento sucio.

domingo ya tarde, ella está dormida en su sillón de la sala. volvió a dejar las cortinas abiertas. tengo que ir en la mañana a buscar trabajo en la penitenciaría. ahora o nunca. estoy segro que será uno de esos días donde todo acabará igual. la casa oliendo a cigarro y los platos sin lavar. ella liada en algo menos etéreo que lo que yo hubiera pensado. insoportable línea que hace su cuerpo simétrico y el centro carmín. cierro los ojos. el tiempo se pierde en el aire que entra por la ventana.

marzo 03, 2006

Tunisian Fantasy o El Orgasmo Cósmico del Jazz Latino

Escuchar a la trompeta de Dizzy Gillespie creando las primeras notas del jazz latino es adentrarse en un paraje por demás extravagante: es un carnaval de los sentidos, donde el ritmo exótico y tribal de la sensualidad latina se une a la cadencia alegre, explosiva e impredecible del jazz. Sólo en la trompeta torcida y en los cachetes inflados de Dizzy se pudo dar esta atrevida fusión: unión temeraria no por el posible fracaso musical, sino por el irrefrenable extravío de los cuerpos que producen las notas ardientes, excitantes, insinuantes, apasionadas del jazz latino.

El jazz latino es una noche de fiesta tropical a orillas del mar. con faroles chinos de mil colores alumbrando tenuemente de palmera en palmera. con frescos mojitos y embriagante ron cubano. con mujeres de faldas diminutas y piernas largas, vistiendo blusas cortas y ceñidas o desvistiéndose de ellas. con pieles adornadas de oro, que despiden sutiles aromas de incienso y mirra. con fogatas cuyo fuego son lenguas que saborean la noche y bailarinas que se contonean al son de la marea... son hombres y mujeres haciendo el amor al ardor de sus propios cuerpos. con olas que lamen la playa y se aferran a la arena en un abrazo tan ansioso como efímero, dejando un olor a algas y a sal. con hombres tostados por el sol e iluminados por la luna, olorosos a especias y a madera mojada. con vientos cálidos y dulces como el azúcar, que levantan las faldas como niños traviesos... que tocan los muslos como jóvenes curiosos... que besan la piel como amantes experimentados... pero que acarician el alma como sólo los hombres oníricos saben hacerlo. con cocos de piel tersa y carnosidad dulce y jugosa. con cuerpos voluptuosos que bailan ritmos primitivos para cautivar a otros cuerpos y unirse a ellos en un solo movimiento... en un solo abrazo... en un solo deseo. Noche de amores sin preludios, ávidos de seducción intensa como misteriosa. de cuerpos extraños e impregnados de deseo inagotable, de fantasías insaciables, de excitaciones infinitas. de sentimientos sinceros aunque ficticios... mas de futuro certero: el paroxismo de la noche, ese orgasmo que desintegra los cuerpos, estremece el horizonte del deseo y vuelve eterno el amor de un instante.

... y al fondo, siempre al fondo, la trompeta torcida de Dizzy penetrando el sexo de la noche, seduciendo los sentidos de las flores pudorosas que se cierran a los placeres nocturnos, intoxicando de deseo a las sombras, adorando la carne desnuda de las estrellas y de las vírgenes de medianoche... como una divinidad erótica, hecha a imagen y semejanza del orgasmo cósmico.

febrero 16, 2006

14 de febrero

No era un día cualquiera, era 14 de febrero, lo cual explica por qué el tráfico se había vuelto tan loco. Mala suerte o mala planeación de mi parte, lo cierto es que ese día tenía muchas vueltas que hacer en coche. El resultado fue pasar muchas horas atrapada en el tráfico con un calor del diablo y teniendo que rechazar a al menos veinte individuos que intentaron venderme rosas. Pero no me sentía particularmente mal.

No, en realidad me sentía estupendamente, porque aunque en general soy una persona pesimista y amargada, el 14 de febrero no me pone de malas, ni me hace sentirme más sola de lo que generalmente me siento, ni me hace lamentarme por no estar enamorada, no, para nada. En realidad el 14 de febrero es un día lindo, todo es color rojo, y el rojo es mi color favorito. Hay flores por todas partes, es como una primavera artificial que anticipa a la verdadera, y a mí me gusta la primavera. Y qué decir de los chocolates, no importa que los chocolates tengan formas de corazón con una flor adentro y te los haya regalado tu tía solterona: los chocolates son chocolates. Así que no era un día malo, no, en lo absoluto.

No lo fue hasta cambié la estación de radio y escuché su voz. La había olvidado por completo, no la había escuchado como en 10 años, pero la reconocí, era él, no había duda.

No sé ni cómo conseguí su teléfono, estábamos juntos en la prepa. Era un tipo que no parecía tener amigos, pero le gustaba interrumpir a los maestros para decir excentricidades. Bueno, cosas que al menos en primer año de prepa parecían excéntricas. Era un incomprendido y probablemente por eso me llamaba tanto la atención. Así que le llamé por teléfono para decirle alguna estupidez como: Luis, ¿sabes cuál es la tarea de mate? Y él me contestó simplemente: ya dime por qué me llamas, ¿quieres tener sexo telefónico o qué? No sabía si bromeaba y en cualquier caso su sentido del humor era demasiado incomprensible, así que le dije: está bien, pero tendrás que decirme cómo se hace eso, porque nunca lo he hecho. Llámame a la 1:00 a.m., me dijo.

No me parecía especialmente atractivo en la vida real, pero su voz me volvía loca. Me preguntaba de qué color eran mis pezones, qué talla de brassiere usaba, me decía que tuvo una erección en clase de química cuando resolví un problema en el pizarrón, me decía que tenía ganas de metérmela, que si estaba mojada, que me tocara y que acercara el teléfono para escuchar qué tan mojada estaba, me preguntaba que si me gustaría mamarle la verga porque la tenía bien dura y quería venirse en mi boca. A veces se ponía violento y me decía que me iba a amarrar, me iba a pegar con el cinto hasta que llorara, y que me iba a obligar a mamársela y tragarme todo su semen. A veces se ponía tierno y me decía que quería recorrerme el cuerpo con besos hasta aprenderse de memoria mi olor. Me decía mi reina, mi chaparra, mi putita. Su voz me tensaba la columna, me doblaba el cuello, me derretía, me hacía rendirme sin más ante sus órdenes. Ve al refrigerador y agarra un pepino, una zanahoria o lo que encuentres, lávalo bien y te lo traes a tu cuarto, aquí te espero. Chupa el pepino, lo estás chupando? Ahora métetelo bien despacito, y dime qué sientes. Ahora ponte boca abajo y métete un dedo en el ano, quiero escucharte gemir, métetelo más fuerte, quiero oírte, no me importa que se despierten tus papás, tu cuarto tiene llave, ¿no? Luego nos veíamos en clases como si nada. Era divertido llegar los dos evidentemente desvelados al salón y que nadie sospechara de nada. Así pasamos casi dos semestres, hasta que me hice de un novio decente.

No hice nada con Luis en la vida real, la verdad el tipo me asustaba un poco y no me atreví. Había olvidado todo eso por completo. Y ahora, escuchándolo decir idioteces en el radio me había llevado la mano entre las piernas sin darme cuenta.

No es muy cómodo masturbarse cuando una va manejando, y masturbarse incómodamente por lo general es estúpido porque las ganas y la concentración se acaban con el esfuerzo de acomodarse mejor. Pero me habían caído encima todas esas imágenes, todo ese desnudarme en la oscuridad por teléfono para un desconocido desquiciado, escuchar la suave curvatura de su voz, rasposa en algunas sílabas, tener en mi oído su respiración, sus gemidos graves, casi inaudibles, luego sentir toda esa tensión sexual cuando nos tocaba hacer un trabajo de equipo juntos en el salón. No podía aguantarme. La incomodidad y el calor y el tener que concentrarme también en manejar y el que mi mano derecha estuviera ocupada metiendo cambios y tuviera que usar mi mucho menos experimentada mano izquierda y el que el de atrás me viniera echando las luces y pitando porque me tardaba mucho en arrancar después de estar un rato detenidos no eran impedimentos muy grandes. Además, estaba en mis días fértiles, lo cual debió ayudar bastante.

No creo que los que están en los coches de al lado me puedan ver, pensé, pues yo tampoco podía ver qué hacían con sus genitales. El único peligro sería si se pusiera un camión al lado, porque desde su ángulo probablemente sí podrían ver que me había desabrochado el pantalón de mezclilla y tenía mi mano adentro, tratando de no moverme demasiado de la cintura para arriba. Estúpido coche de cambios. Estúpido tráfico. “Estamos aquí en la esquina de ---- y ----...” empezó a decir Luis, y me di cuenta que no había puesto atención a lo que había estado diciendo “...regalando camisetas de Los B---- para los fans que se están acercando con nosotros para contestar una trivia...”

No tenía tiempo para ir a buscarlo, tenía que hacer pagos, recoger y entregar facturas, tenía una junta a las 4:00, cosas de gran importancia. Y estaba al otro lado de la ciudad. Pero no me importó, pensé que si tan sólo me hablara así otra vez mi vida estaría resuelta. Tardaría al menos 40 minutos en llegar hasta ahí, podría terminarse el turno de Luis y se podría ir. Me dio igual. En efecto, estaba por llegar a la camioneta cuando dejó de hablar Luis y empezó a hablar una mujer nefasta.

No hay una cosa que yo odie más que estar en el tumulto de gente, pero ingresé a la manada de fans de todos modos; tenía que encontrar a Luis, tal vez todavía andaba cerca. Disculpa, ¿no sabes dónde está el locutor que estaba hace rato? No sé qué era tan complicado de entender de esa pregunta, pero mis interlocutores se quedaban pasmados. Después de muchos codazos, canasteadas y empujones, así como de haber tratado de razonar con dos adolescentes furibundas, explicándoles que no me interesaba en lo más mínimo agandallarles sus camisetas de Los B----, di con una señora que sí parecía hablar español. Me dijo, no oiga, andaba por allá pero... ah, mírelo, ahí está, ¡ahí atrás de las bocinas! El hombre que me señalaba definitivamente no era Luis. De todas maneras me acerqué: Disculpa, ¿tú eres el locutor que estaba hace rato? Sí, ¿por? Ah, no nada, por tu voz pensé que eras Luis Peralta, un amigo que no he visto en mucho tiempo. Estaba por irme pero me volví y le dije: Disculpa, ¿tienes plan para esta noche? Sí, lo siento, voy a ir a cenar con mi novia. Y luego como una imbécil: ¿Ni siquiera podrías darme tu teléfono?, me gustaría mucho oír tu voz. No, lo siento.

No podía creerlo al principio, pero en realidad era muy lógico: ¿cómo iba a reconocer una voz que no había escuchado en 10 años? Y no era nada plausible que Luis hubiera llegado a ser un locutor de radio. Ya sentada otra vez en mi coche miré frustrada la palanca de cambios y recordé aquella leyenda urbana de la mujer a la que le ponen en la bebida una pastilla utilizada para excitar a las vacas, y se excita tanto que intenta tener sexo con la palanca de cambios, y luego la encuentran muerta y desangrada.

No es tan mala idea, estaba empezando a pensar, cuando oí que alguien tocaba el vidrio de mi ventana. Era el locutor que no era Luis. Bajé el vidrio y me pasó un papel doblado y se fue. Reconocí el teléfono de casa de Luis, y abajo decía: Llámame a la 1:00 a.m. Cosa de familia, supongo.