agosto 23, 2005

Al Costo.

Me llamaste para decir que venías a mi casa. Y quién te invitó, idiota, me dieron ganas de decir. Ya empezabas a quedarte a dormir entre semana, roncando y ocupando gran parte de mi cama. Yo casi nunca tenía un orgasmo y ya te habías convencido de que era un poco frígida. Qué buena manera de evadir la realidad.
La caja de condones estaba vacía, y tú estabas trabajando en la obra. Conclusión: los condones me tocaban a mí. Ahora tenía que apagar la tele, ponerme ropa y salir a buscarlos. Qué fastidio. Ya eran más de las ocho así que sólo quedaban dos opciones: buscar la farmacia de guardia o caminar hasta el Al Costo. La verdad siempre se me hizo un poco drástico eso de ir a la farmacia de guardia a comprar condones, las señoritas que atienden siempre se te quedan mirando con cara de “sólo estamos aquí para emergencias” y tú les quieres decir “¿pues qué no lo ve? Esto ES una emergencia”.
Así que caminé hasta el Al Costo, cogí los condones y me dirigí a las cajas. No había cola así que todo pintaba para ser una operación rápida, excepto porque la señorita que cobraba estaba liada con la máquina registradora, se había acabado el rollo o algo así. Entonces llegó él para pagar también. Traía varias cartones de vino Don Simón y botellas de Coca Cola. Al parecer iba a armar una fiesta de calimoxos. Era un lindo cuadro el que se veía en la cinta transportadora, con su compra y la mía, aunque un poco comprometedor, por lo que nos esforzábamos en mirar con detenimiento ese anuncio de Movistar, ese paquete de gominolas, o una uña que necesitaba morderse un poco por aquí.
Entramos en pánico cuando la señorita se reacomodó y la cinta transportadora comenzó a andar, acercando su compra a la mía, que era ligerita ligerita y no hacía nada por detener la cinta. Frenéticos, empezamos a pasar las botellas de Coca Cola hasta el final, pero era inútil, pues la banda seguía andando, acercándonos irremediablemente, juntándonos definitivamente cuando la cajera cobró todo junto sin que tuviéramos oportunidad a decir una palabra. Entonces me dijo él: parece que el destino quiere decirnos algo, ¿no?
Sí, mi amor, te dejé plantado esa noche por el tío cursi del Al Costo. Toda esa historia de que olvidé cargar el móvil fue una gran mentira. En realidad lo apagué para que no me llamaras mientras nos emborrachábamos en el parque desierto, yo sentada en sus rodillas, mientras él metía su lengua en mi oreja o aspiraba el olor a perfume y cigarro de mi pelo planchado, y, arrojando su aliento tibio a alcohol sobre mi cuello, me decía estupideces como: “eres la chica más guapa que he conocido”, y “tu piel me hace estremecer”.
Eran absurdos tantos besos largos, tanta lengua diferente a la tuya, tantos vellos dorados en su brazo extraño, tantos abrazos temblorinos contrarios a tus certeros brazos al rededor de mi cintura, de mi vientre que se retraía al tacto de unas manos suaves, de burguesito blancoso, en el lugar acostumbrado a tus asperezas. “Ríes como una adolescente”, me dijo mientras me bajaba las medias, y besó una de mis rodillas. Y yo con mis risitas, mi nerviosismo, dejé que me recostara sobre el pasto seco, detrás de la banca, olvidándome de la manera en que te gustaba a veces bajarme las bragas sólo a la mitad, y hacerlo de pie apresuradamente, empujándome contra la pared.
Se acercaba un hombre que paseaba a su perro, y tuvo que ponerme la mano en la boca para callarme, como esa vez en casa de tus padres. Se la mordisqueé y me divertí bajando la bragueta de sus vaqueros cuando el hombre del perro seguía cerca. Su pene, menos obtuso, más corto, sus testículos. Ese truco que me enseñaste le hizo cerrar los ojos. Me besaba el cuello, me acariciaba los senos, el muslo, por aquí donde me habías dejado una marca hace algunos meses. Luego su lengua en mi sexo tan desacostumbrado a que me des sexo oral despacio, sin que te lo pida.
Cuando me penetró casi no lo sentí, de tan abierta y mojada que estaba. No me dejaba hacer este movimiento de cadera que me gusta pero sí me dejó tocarme el clítoris así, mientras me penetraba, para tener un orgasmo más rápido y acabar con todo eso para llegar pronto a mi cama, donde me estarías esperando.
–Mentirosa.
–Entonces cómo te explicas que la caja de condones haya estado abierta cuando llegué.
–A ti siempre te gusta leer el instructivo.
–Bueno, ahora cuéntame tú una historia sucia.