septiembre 01, 2005

Menage a trois

Faltaba el jazz. No podía hacer el amor sin escuchar jazz. Se deslizó de entre los brazos y las piernas de su amante, descubriendo su cuerpo moreno de la tibieza de las sábanas. ¿Qué pasa Mariana?, le dice Pablo desde la cama. Me falta el jazz, pondré algo de Miles le contesta ella al tiempo que se dirige al tocadiscos. Mientras repasa los discos del estante, Pablo acaricia con su mirada la desnudez de su cuerpo: un calor que un instante antes todavía sentía abrasar su piel, doloroso y excitante. Coloca el disco en la charola y espera, anhelante, las primeras notas. La trompeta de Miles surge del fondo de la noche, de la noche que es ella, con un ritmo suave y tímido como un amante infantil. Mariana busca los ojos inmensos de Pablo. Los invita como testigos de un baile íntimo en el que sus manos van reinventado las curvas y concavidades de su cuerpo. Se balancea sobre sus pies, contoneando sus caderas como una lengua de fuego avivada por la brisa húmeda y salada del mar. Su mirada gozosa penetra la de su amante, así como las notas profundas de la trompeta van adentrándose en su cuerpo, recorriendo sus venas, enardeciendo sus delirios con una sensualidad incontenible, desbordante, contagiosa. El incendio que es su cuerpo se va expandiendo hasta impregnar todo el cuarto de sí, un movimiento cromático y polifónico que Pablo puede ver, puede oler, puede escuchar, pero no puede tocar. Ella en la inmensidad plena de su soledad deliciosa. Él allá acostado, inmóvil, lejos de su placer, hipnotizado por la sensualidad de su amante. Mariana recorriendo sus hombros con las yemas de los dedos, dedos que se precipitan a buscar el centro excitado de los senos, que bajan pudorosamente por el vientre, deleitándose morosamente en el ombligo, y en un arranque de febril deseo galopan enloquecidas por las caderas, por las nalgas, por los muslos, retardando el encuentro abismal con el sexo. Exploran el misterio que se esconde tras los pliegues encendidos, suaves, exasperados, viaje para el que se prepara Pablo, anhelante y amoroso, calentando su cuerpo con la fantasía que Mariana está tejiendo frente a él, esperando que termine esta red lúbrica para acercarse a ella y dejarse envolver en el ritmo húmedo y tibio de su piel.

Ven, ven, ven, le implora Pablo desde el horizonte de su masculinidad. Mariana no lo escucha, su voz se mezcla con los sonidos de la música, un jazz vertiginoso que la sumerge en el sueño de su propio erotismo. El amante salta de la cama como un toro dispuesto a embestir al novillero que lo azuza. Se acerca con pasos de desesperado. Mariana deja de bailar y se queda observándolo, admirando ese cuerpo hermoso. Ríe. Pablo la envuelve en un abrazo encendido, sus manos gruesas sobre las nalgas suaves de Mariana, acariciándolas al tiempo que las presiona para que sus cuerpos queden fundidos en un solo ardor. El fruto henchido y caliente de Pablo persigue la fantasía húmeda y electrizante de Mariana. Sus cuerpos entrelazados se cosen a fuerza de besos y caricias. Las piernas de él separan los muslos de su quimera, en su afán de ensanchar el camino hacia el paraíso encarnado. Ella lo detiene y le susurra al oído, sobre la música, quiero sentir el sonido vibrante de la trompeta subiendo con nosotros. Pablo la levanta, las piernas y los brazos de Mariana rodeando su torso, las piernas y los brazos de él llevándola al origen mismo de la trompeta provocativa y sensualmente vertical de Miles. Las notas son cada vez más altas. Se balancean en el sexo de Mariana como niños sobre columpios. Pablo se siente fundir en esta música vaginal. Es instrumento y público al mismo tiempo. El jazz es cada vez más profundo. Los amantes son cada vez más uno solo. Pablo cabalga sobre las notas. Mariana palpita con los movimientos trepidantes de la trompeta. Sus gemidos se mezclan con el aullido ágil y ligero de la música. Todo el cuarto vibra. Todos ellos se estremecen. Miles toma aire para el último fraseo. Los labios están hinchados de tocar. Todos los dedos ya tensos de presionar, se resbalan por los cuerpos sudorosos y brillantes. Miles sopla desde el centro candente de su sexo, y de la trompeta emergen dos cuerpos entrelazados, centelleantes, infinitos, que salen de la música y rompen la habitación para perderse en la oscuridad de la noche. Alucinado, deja de respirar. Mira la trompeta, acaricia su cuerpo, sus curvas, sus concavidades, ve su reflejo en sus pupilas, sonríe... y continúa amándola hasta el final de la noche.

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