diciembre 20, 2006

She's in Fashion

“She’s as similar as you can get to the shape of a cigarette”
-Suede


Ella es más impresionante que un sueño en technicolor, que sucede todos los días a la misma hora y en el mismo lugar. Me gusta verla pasar, camino a su trabajo. Se ve mejor en movimiento.

Veo su imagen cada semana en el consultorio del doctor al que me obligan a ir mis papás. “Fumar es para perdedores”, dice sobre su voluptuosa figura. Desde la primera vez que tuve que sentarme frente a ella no he podido dejar de ligar su imagen con el sabor de la primera fumada de un cigarro bien armado. Supongo que ese no es el efecto que buscaban los de la agencia de publicidad, pero ¿qué se le va a hacer?

Así que todos los días me levanto a las 9 de la mañana y salgo a regar las plantas de mi mamá. Si tuviera que ir a la escuela en horario normal, no tendría oportunidad de verla pasar, con su eterno vestuario negro, por la calle de enfrente. Supongo que estar en “rehabilitación” tiene sus puntos buenos…

No todos los días usa un vestido negro. En realidad, sólo lo usa en el póster y a veces cuando sale por las noches. Pero es con el que se ve mejor. El problema es que entonces no puedo verla bien desde la ventana de mi cuarto, así que siempre que pienso en ella la imagino con la luz de la mañana: haciendo sonar sus tacones sobre la banqueta frente a mi casa, moviendo su pelirroja cabellera hasta que queda exactamente como en el póster del consultorio.

Nunca me habla, ni yo a ella. Pero conozco exactamente el tono rasposo de su voz porque la escucho todos los días a las 10 de la mañana, cuando termino de regar el jardín de mi mamá. Me pregunto si en la estación saben lo bien que se ve el color de sus labios cuando están impresos en la pared de un consultorio. Es la chica de las noticias, desde luego. Las noticias del clima, además. Esa voz rasposa que las chicas como ella tienen no va bien con las tragedias de nivel internacional.

No entiendo porqué no está en la televisión. Tenerla en el radio es un desperdicio, si me preguntan. Pero yo no me quejo demasiado, porque a mí me toca verla caminar todas las mañanas, marcando su ritmo particular. La luz del sol me da en la cara justo cuando me acerco a verla dar la vuelta en la esquina. El viento se lleva mi cerebro. “Fumar es para perdedores”, dijo.
A veces creo que va a voltear hacia mi casa a decírmelo, pero nunca lo hace. Sale de su departamento, camina hacia la esquina y reaparece en el estereo de mi cuarto una hora después. Me gusta que sea jueves para poder ir a verla al consultorio. 45 minutos más que puedo pasar mirando el tono cremoso de su piel.

A veces se me olvida que nunca ha volteado a verme. Que si me la topo un día en la tienda de la esquina no tendría idea de quién soy. Me parece que cada una de las veces que me ha mirado desde el papel ha estado realmente ahí. Aunque no se mueva, aunque no ponga una de sus largas piernas delante de la otra, aunque su cabello no rebote al ritmo de su música, aunque su voz llegue siempre por medio de cables y satélites.

Pero, lo cierto es que nada de eso me importa cuando la veo pasar frente a mi casa en las mañanas. La verdad es que nunca la he escuchado decirme: “Fumar es para perdedores”, pero eso es lo de menos.

Lo que yo hago es terminar de regar las plantas de mi mamá, llevarme un vaso de jugo de manzana a mi recámara y encender el radio. Me gusta subir con tiempo suficiente para quitarme los pantalones antes de que empiece su segmento en el programa. Algunos días, como hoy, apenas puedo escuchar cuando dicen su nombre en los créditos iniciales; así que meto la mano en mis pantalones, los bajo hasta las rodillas y empiezo a masturbarme mientras anuncia otro día soleado de verano, mientras la escucho bromear con el conductor del programa, mientras imagino sus hermosos senos presionados contra el vestido negro, mientras cierro los ojos y veo su cabello rojo tapar una de sus orejas, mientras la escucho decir mil palabras sin significado, todo menos “fumar es para perdedores”.

Me gusta venirme antes de que dé el pronóstico de mañana, así tengo un pretexto más para regresar a nuestra rutina.

Apago el radio y me dedico a encender el único cigarro que pienso fumarme en el día. El jugo de manzana sabrá mucho mejor después.

diciembre 03, 2006

Veracruz

Me despertó la lluvia. La boda de pueblo nos había dejado encerrados en la obra negra que había servido de salón de fiestas. Todos habían huido a sus casas según se los permitieron el lodo y el alcohol. Pero mis padres y yo cedimos la habitación de hotel a los recién casados. Y nos quedamos en la obra negra que ya les servía de hogar. No había puertas ni ventanas. Y el calor veracruzano no me hacía echarlas de menos. Sólo los moscos.

Entre la lluvia torrencial recordé el son de la bruja. Me reí de mis miedos infantiles. Un inmenso patio separaba mi cuarto del otro en el que se quedaban mis padres, y no estaba dispuesto a cruzarlo sólo por el recuerdo de un son que además me gusta mucho. Volví a quedarme dormida.

Me despertó un ruido. Seguía la lluvia. Quise darme la vuelta pero en el hueco que anunciaba la puerta distinguí una luz. Algún velador, supuse. Pero en seguida el ruido estuvo más cerca. Decidí salir del cuarto. Era peor quedarme ahí imaginando cosas.

-Te desperté, lo siento –el hermano de la novia.

-Ah, no te preocupes, como quiera la lluvia no me deja dormir.

-Es que trabajo de velador aquí enfrente, vine por un café, ¿quieres algo?

-No, gracias.

Me sentí una niña. Me intimidó la naturalidad con que llevaba el torso desnudo. Los brazos de trabajo, el abdomen de trabajo, la cintura de trabajo. La fuerza que se adivinaba en sus manos. El color moreno de su piel.

-Si quieres puedes quedarte un rato, sirve que me ayudas a no dormirme, y si te aburro te ayudaré a dormir.

Caminamos hacia lo que sería la entrada. Escuché la respiración pausada de mis padres al otro lado.

-Eres extrovertida, te llevaste las palmas en la tarde -reí. Recordé las coplas inventadas al vuelo.- Mis amigos quedaron impresionados, fueron ellos quienes pagaron otra hora para seguir escuchándote.

-No suelo ser así, no sé qué me pasó.

-El tequila.

-Tal vez.

-Todos terminaron bien borrachos. Hasta se llevaron a mi prima cargando.

Me gustan los frijoles, el tequila y la cerveza, las blusas y faldas de manta. Me gusta la piel morena.

-¿Cuántos años tienes?

-Diecinueve. Bueno, dieciocho, en un mes cumplo diecinueve, ¿y tú?

-Veintisiete. Creo que soy un viejo para ti, ¿verdad?

-Jaja, no. Bueno, no sé. Más bien creo que yo soy una niña para ti.

Me miró. Me preguntó si me gustaba más la ciudad o el campo. Sería difícil decir. Me gustan las calles estrechas y empedradas de los pueblos mineros, el frío que da la altura de las montañas y la niebla de los días lluviosos. Me gusta la selva comiéndose las construcciones olvidadas, el tumulto majestuoso de las olas en las playas y la brisa mareando con su fuerza. Me gusta escuchar el paso de la lluvia en pleno campo, las tierras recién sembradas y los animales pastando. Me gusta ver la tierra rebosante de maizales, nopales y magueyes, y el frío seco que acompaña esos lugares. Me gustan los cafés de las grandes ciudades, la vida única y diversa reflejada en el metro, los enormes edificios testigos de la historia.

Una respuesta enorme que no alcancé a formular. Sólo le respondí que me gustaban ambos sitios, y él –ya ni siquiera recuerdo su nombre- se sonrió pensando que lo decía por decir cualquier cosa, que en el fondo sólo era una niña de ciudad que se quejaba de los mosquitos.

-¿Y te gusta la gente del campo?

-Mi padre es de campo.

-¿Te gusta la gente de aquí?

-Mucho, creo que no había disfrutado tanto una fiesta.

Dejó su taza en el piso, tomó mi cintura, sentí mis ojos abriéndose en la sorpresa y me besó.

Entonces mis manos recorrieron mi sorpresa en ese torso que me hacía sentir tan niña. Me levantó en vilo, tan ligera que acentuó mi niñez. Me recostó en el catre y siguió besándome. La lluvia seguía cayendo. La lona que hacía la vez de techo era un globo a punto de reventar a fuerza de agua. Pero resistía. Y resistía yo los embistes de ese hombre que se me antojaba enorme en mi cuerpecillo delgado y núbil que se deshacía bajo su peso. Me quitó la blusa toda sudada de la fiesta, de la noche, de la batalla que librábamos, y pronto aparecieron mis senos, pequeños y escurridizos. Los besó. No tiernamente como había imaginado que serían besados algún día, sino a mordidas no del todo piadosas. Mordí mi mano para no gritar. Sus mordidas siguieron bajando y me quitó el pantalón. Y escuché mi gemido.

Asustada, volví a morder mis manos, destrozándolas a cada movimiento de su lengua en mi sexo, mientras miraba cómo la lona estaba a punto de estallar de tanta agua contenida. Sentía sus giros, sus entradas, sus salidas. Su lengua en mi sexo y mis manos destrozándose. Mordió mis muslos. Y entre el dolor de sus mordidas y el calor de su lengua fui tranquilizándome. Entonces sentí una mordida aún más fuerte que las anteriores en mi pantorrilla izquierda. Apreté los dientes. Y volví a morder mis manos sintiendo una vez más su lengua en mi sexo. Esta vez no duró mucho. Miré la lona, ya no resistiría más. Cerré los ojos, sentí que el mundo y yo nos hacíamos agua…

Y el estrépito. El agua alcanzó a salpicarme y me regresó a tierra. Él saltó por la ventana y yo me vestí aprisa. La lona al fin se había roto y había una especie de lago entre las dos habitaciones. Las mesas y sillas de la fiesta estaban llenas de lodo. Mi madre comenzó a llamarme. Me asomé a la puerta para tranquilizarla. Él llegó por la entrada principal preguntándonos si estábamos bien. Me ayudó a cruzar para llegar a donde estaban mis padres. Yo, asustada. Él, como quien acaba de llegar. Ya no volví a dormir en toda la noche.

A la mañana siguiente, mientras subía al auto para irnos a casa y miraba crecer un moretón en mi pierna, él sonreía y decía adiós con su mano.