julio 26, 2006

Anoche

Es de noche. Me encuentro en un extremo del lago y alguien detrás de mí, una figura un tanto obscura y deforme, me ordena subir a una balsa. En ella hay varias mujeres, tal vez son cuatro o cinco, todas con una expresión de profunda y negra melancolía. Un hombre me ayuda a subir a la balsa, parece ser el jefe. El chulo. Me siento al lado de una morena muy joven, tal vez apenas una niña, que me dirige una lúbrica sonrisa como toda respuesta a mi saludo. No se vuelve a dirigir a mí durante la travesía. No sé lo que hago ahí, pero no estoy asustada, tan sólo tengo un poco de frío. Llegamos al extremo opuesto del lago y, sin que yo advirtiera el momento preciso, el alcahuete había sufrido una metamorfosis. Se había convertido en una hermosa mujer. Estaba desnuda, hierática como una estatua de mármol. Parada frente a nosotras da la impresión de ser inmensa, iluminada majestuosamente por la luz de la luna parece un ser fantasmagórico. Pero no un ángel, sino un bellísimo demonio. Con un tenue movimiento de su rostro, les ordena a las otras mujeres que se bajen de la balsa. Lo hacen silenciosamente y de la misma forma, y con la misma diligencia, se dirigen a la suntuosa residencia, la única construcción que se vislumbra en el horizonte. A lo lejos se escucha el bullicio de la música, de las risas histriónicas y del coro desenfrenado de los gemidos orgiásticos, orgásmicos. En la balsa sólo quedamos ella y yo. Me levanto y me acerco a la extraña mujer, que me atrae con su sensualidad mítica, con la turgencia de sus abismales curvas. Ella trata de detenerme pero yo no la obedezco. Me paro frente a ella, siento la agitación de su cuerpo. Y la afloración de mi deseo. Me despojo del leve vestido que cubre mi cuerpo. La miro, la admiro. Me hundo en sus ojos, en la negrura infinita de su mirada. Levanto mi mano y toco uno de sus senos, lo acaricio, lo estrujo, lo aprieto entre mis dedos como si fuera un fruto al que deseara exprimir todos sus jugos. Tomo su pezón entre mis dedos y lo excito. Se pone firme. Nos estremecemos. Acerco mis labios a los de ella y los beso suavemente, como pidiéndole permiso para que mi lengua pudiera explorar el misterio de su deliciosa boca. Ella no logra contener más su deseo, al fin y al cabo esa es su profesión, y me besa con brusquedad, tratando de fundirse con todas sus fuerzas a mi ser. Abre mi boca con la suya, muerde mis labios hasta hacerlos sangrar. Entrelaza su lengua con la mía y bebe mi aliento. Se va consumiendo en mi ser. Y yo me voy abrasando en su fuego. Sus manos no acarician mis hombros sino que los devoran, dejando como huella de su febril trayecto los rasguños rojos de sus uñas rojas. Trazan un mapa delirante de cruces y líneas en mi espalda. Me arden sus caricias, pero el dolor me hace buscar el placer en los lugares más indómitos de su ser, en los rincones más oscuros de su piel, en el infierno celestial de su cuerpo. Sus manos descubren mis nalgas, las moldean como si fuera arcilla. Uno de sus dedos se hunde en la profundidad caliente que los separa. Se balancea de mi sexo derretido, excitando a penas mi clítoris ya erguido, a mi palpitante culo, imitando el suave vaivén de la balsa. Gemidos entrecortados escapan de mi boca, como eco de aquellos que se escuchan a la distancia. Acaricio su cara, quemando su perfil en la palma de mis manos. Todo mi cuerpo está en llamas, me he convertido en una lúbrica tea. Cojo mi sexo con furor. Mis dedos salen empapados. Tomo el de ella y lo encuentro hinchado y mojado. Latiendo como un animal desbocado. La tumbo al fondo de la balsa. Quiero saber lo que es ser ella, quiero que sepa lo que soy yo. Separo sus piernas y sus muslos me abren su sexo, que se desvela como un sol fulminante. Quedo enceguecida. Aspiro su aroma para guiarme hacia él, para abrirme el camino. Me derrumbo sobre ella, me rodea con sus piernas y me atrae hacia su cuerpo. Finalmente seremos una. Y la penetro con mi duro e hinchado pene imaginario.

Sus gemidos delirantes me despiertan. Estoy en una cama que no es la mía, en un lugar desconocido. Estoy sudando, las sábanas se me pegan como una segunda piel. Estoy desnuda. Volteo, y encuentro durmiendo a mi lado a un extraño. No logro reconocer su rostro. Su cara es como una hoja en blanco. Los gritos de placer de la mujer de mi sueño todavía resuenan en mi mente. Está a punto de estallarme la cabeza. Despierto al extraño y le pregunto que quién es. Me dice entre dientes que se llama René, se da la vuelta y se vuelve a quedar dormido. Y entonces recuerdo, porque su nombre no me dice casi nada. Lo conocí la noche anterior en un bar y nos fuimos a su departamento cuando dejaron de servir alcohol, ya en la madrugada. Había bebido mucho. Martinis. Era la primera vez que los probaba. No recuerdo más. A penas me levanto de la cama y siento que mi sexo arde como un sol. Me duele caminar. Como puedo recojo mi vestido y mis zapatos, y me voy vistiendo en el camino hacia la puerta. No veo mi bolso por ningún lado. Lo busco desesperadamente, quiero salir cuanto antes de ese lugar. Finalmente lo encuentro en la mesita de la entrada. Salgo. No me despido del extraño, tampoco quiero saber lo que en realidad pasó anoche con él. Porque sé que nada pudo haber pasado: anoche estuve en una balsa, haciendo el amor con una mujer tan profunda como el sueño, tan ardiente como el astro luminoso y tan enigmática como esa noche.

La única realidad es la de los recuerdos. Y la extraña mujer es lo único que ha escapado al olvido de esa noche. El hombre llamado René jamás existió, horas después ya ni siquiera lograba recordar su rostro. En cambio, el cuerpo de la mujer quedó grabado en mi piel.

julio 12, 2006

Tormenta de verano

Me harté de ver el sol entrando constantemente por la ventana. La vista se había vuelto nauseabunda: sol, vendedores ambulantes que prometían solventar el calor con sus nieves de limón, perros sarnosos oliéndose los unos a los otros, un árbol debilucho inmóvil gracias a la ausencia de viento, y un par de mecánicos grasientos durmiendo la siesta en la banqueta. El calor era tan inquebrantable que ya hacía un par de meses que rogábamos que una tormenta viniera a redimirnos. ¡Oh, lluvia, que con tus ocho mil brazos le das sentido a nuestros veranos! ¡Haz que esta tarde venenosa nuestras ventanas tiemblen contra tus vientos furibundos!

Pero lo único que llegaba era el estruendor del tren, que cada vez que pasaba parecía que la casa se fuera a derrumbar.

Recordé entonces que durante el invierno que pasé allá, tomé un video de casi diez minutos de la vista desde el octavo piso donde trabajaba. Lloviznaba, y hasta los edificios parecían andar encorvados y con el abrigo abotonado hasta la nariz. Pensé que tal vez, si miraba el video, me sentiría mejor. Lo único que había que hacer era encontrarlo entre mis cuatrocientos discos quemados que no tenían organización alguna. Así que, sentada en el suelo con mi laptop, en la única parte de la habitación a donde no llegaba el sol, con un vaso gigante de hielos a un lado, fui revisando el contenido de mis discos.

En una carpeta dentro otras varias capas de carpetas de trabajos de la prepa, encontré el archivo que hace algunos años había escondido para que nadie lo encontrara jamás. Había terminado por olvidarlo después de no verlo en las carpetas habituales. Era un video que nos tomamos en un hotelucho de cien pesos por tres horas, alguna madrugada entre semana después de haber salido a hurtadillas de nuestras casas, teniendo cuidado de no despertar a nuestros padres.

“La puedes arrancar si quieres”, dijo mi voz adolescente.

Mientras una de sus manos sostenía la cámara y la otra arrancaba la blusa apretada de botones que me había puesto precisamente para ese fin, sonó el tren. Nunca me había percatado de ese sonido en el video. ¿Cuántas cosas como esa no habré percibido entonces? Imaginé que aquella madrugada de verano, mientras besábamos tímidamente nuestros sexos, hubo tormenta. El bochorno nos hizo sudar más de la cuenta y nuestras pieles se resbalaban como delfines contra un agua musical. Las cucarachas recorrían los muebles mientras nosotros palpábamos aplicadamente el cuerpo del otro. Una lengua en una axila, una oreja en un obligo, un hombro en un ojo, una cadera en un mentón. Nuestro pelo mojado de sudor interfería con nuestros besos pero no con los secretos amorosos que nos íbamos diciendo quedo. Qué rico era quererse entonces.

Me ordenó ponerme de pie sobre la cama y desanudar los listones que sostenían una tanga demasiado indecente como para que mi madre me dejara usarla. Dejé que me recorriera toda con el lente: qué pequños mis pechos, qué infantil mi vientre. Me había depilado completamente pues nos gustaba sentirnos niños. Mis pezones fueron mordidos con demasiada vehemencia y mis movimientos pélvicos fueron demasiado
lentos. Estuve, sin embargo, monstruosamente dilatada, deshaciéndome en fervor casi religioso mientras él hacía unas tomas de sus dedos adentro de mi vagina. Después tomé yo la cámara y fui diciéndole que se quitara la ropa, para tocar su cuerpo con mi otra mano. Con un dedo marqué lo largo de su columna e hice figuras con el dorso de mi mano en cada sucucho que pude encontrar. Le pasé la cámara nuevamente para que registrara mi desempeño en mi recién aprendido arte del sexo oral. Había que revolotear la lengua y abrir la garganta, succionar con cuidado de no meter los dientes, andar hacia arriba y hacia abajo, hacia adentro y hacia afuera, voltear a ver la cámara con ojos de lumbre sintiéndome toda una estrella porno, y seguir, seguir, seguir.

Luego dejó la cámara a un lado, cuidando que el ángulo fuera bueno, y me echó hacia atrás para penetrarme y terminar dentro de pocos minutos. Su corazón habrá latido con una violencia que a mí me habrá parecido envidiable. En el baño habrá habido un jabón Rosa Venus, un rollo de papel a la mitad, pelos ajenos en el lavabo, azulejos rotos y pésima iluminación. Unas gotas de semen habrán caído al agua del inodoro, haciendo unas figuras como de humo mientras yo orinaba. Me habrá salido una lágrima de placer, y me habré sentido, la verdad, un poco sola. Siempre era así, lo recuerdo.

Le pongo play otra vez. Viéndolo cogerme, moviéndose hacia adelante y hacia atrás con un poco de torpeza, y viéndome recrearme en su espalda con mis manos, traté de recordar sus lunares, la forma de la cicatriz en su antebrazo, la cantidad de vellos en sus piernas, el tamaño de su pie con respecto al mío. Detalles que se han esfumado para siempre, y que no queda más que recrear con las manos, reemplazando sus mordidas con cubitos de hielo, y escuchando el retumbar de la ventana, que opaca
nuestros pequeños gemidos.