agosto 27, 2006

Cómo fue

Sucedió más o menos así.
“Había una vez una noche sin estrellas, que cubría a una ciudad insomne. La ciudad creaba laberintos que trababan pasos; las calles se divertían cambiando rutas, creando posibilidades, desbaratando aquello que se daba por hecho. La noche era el manto bajo el cual las almas despistadas entraban en un juego sin remedio. Víctimas de las circunstancias, nuestros personajes caen en las redes que desde hace mucho tiempo estaban tendidas sólo para ellos”.

No. Ocurrió de otro modo.
“En la barra de un bar, los cuerpos sudorosos se apretujan; gritan tratando de hacerse escuchar sobre la música que un grupo de salsa genera a un volumen intolerable. El cuello largo de la botella se sostiene perfecto dentro del puño de la mano; ella bebe y disfruta la cerveza fría, la siente resbalarse por la comisura de sus labios, por su garganta. Cuando enderezó la cabeza después de un trago largo, pudo ver a través del espejo un par de ojos que le miraban sin mirarla, la perforaban sin saberlo. Algo brincó dentro de su vientre y para apaciguarlo, dio otro trago largo a su bebida".

Quizá tampoco fue de esa manera.
Se trata, sencillamente, de la historia de dos personas que no buscaban nada, que se aventaron a la calle con el corazón vacío, con el deseo muerto entre las piernas. La respuesta a la búsqueda no iniciada se materializó en la barra de un bar cualquiera, y era tal la pregunta inexistente, que la respuesta para ambos fue perfecta: los ojos así, las manos así, los labios así, el talle así. Él dijo “qué bonito es tu collar” y ella escuchó “quiero tocar tus senos”. Élla dijo “¿te gusta bailar?” y él escuchó “quiero untarme a tu cuerpo”. Ambos dijeron “salud” mirándose a los ojos, y chocaron los envases de Corona.

Lo demás, ocurrió más o menos como siempre: la charla obligada, el cigarro obligado, más cervezas, el calor y el baile oprimiendo el cuerpo, inundando, llenando, ambos a puntos de explotar. Los cuerpos cada vez más cerca, el baile hacia un lado y hacia el otro, las caderas apretadas, la energía concentrada debajo de la cintura. Sin mucho rodeo sus rostros sedientos se acercaron, jugaron a tocarse: lenguas húmedas y calientes resbalaban dentro de un beso que duraba minutos, horas; bebían saliva para saciar la soledad. Sus manos entraban como peces inquietos por debajo de la ropa mientras el baile se hacía más lento; a destiempo la piel palpitaba bajo el dominio de los dedos, de las uñas de uno que se aferraban al otro, ergo las espaldas desgarradas, el sudor que lamía las heridas impregnándolas de sal.

Ella intentó separarse de ese abrazo que la fundía en el cuerpo de él, separarse sólo un poco para poder ver su rostro, grabarse sus ojos y la espesura de sus cejas. O sus labios suaves perfectamente delineados por su barba recortada. Él por su parte resbalaba la mirada por la línea de su cuello, por la curva de su cintura perfecta. Se sorprendieron. Tanto, que se echaron uno en brazos del otro con toda la ternura que pudieron reunir, felices ambos porque podían tocarse y besarse pero sobre todo, porque podían admirar en la perfección de sus cuerpos el deseo, en su forma más pura e intensa.

La noche, la misma que ocurre siempre, los dejó salir a la calle. Tomados de la mano corrían huyendo del tiempo, del ruido, de la otra gente. Un callejón sin luz fue el lugar perfecto para encontrarse de nuevo, abrirse paso entre cierres y botones ignorando la existencia del mundo alrededor, jugando a morirsematarse un rato. Descubrieron que el deseo no había muerto, que sólo había bastado ese encuentro para llenarlos de una energía insaciable que no los dejaría dormir las noches posteriores, rasgando sábanas, tocando su propio cuerpo en la ausencia del otro, ese que habían encontrado una vez y sólo una.

El amanecer pintó los últimos besos de anaranjado. La luz del sol comenzó a diluirlos en ese abrazo que esperaban eterno. Pero como siempre, está de más decir que no lo fue.
Que tú me quieres dejar, que yo no quiero sufrir…
las notas de un son apenas se alcanzaban a escuchar.

agosto 20, 2006

Ciudad de locos

“por qué esa carrera en la noche entre autos desconocidos donde nadie sabía nada de los otros, donde todo el mundo miraba fijamente hacia adelante, exclusivamente hacia delante”. Julio Cortázar.

El otro día recibí un correo. Tengo activado el Junk para evitarme leer los mensajes de quienes quieren que alargue mi pene a pesar de que no tengo uno. Éste decía: Tu admirador secreto. Ajá. Claro, no reconocí la dirección y le puse palomita en el cuadro para borrarlo. Le di Eliminar pero la página no se cargó. Los trastabilleos de mis dedos que temblaban un poco -y es que había tomado mucho café y además malabareaba con un cigarro en la mano derecha- me hicieron darle click al mensaje en lugar de tratar de borrarlo otra vez:
Tú no me has visto a mí, pero yo sé que tomas todos los días el metro a la misma hora, algunas veces vas más apurada. No soy un perseguidor psicótico en ésta, la ciudad más caótica que conozco. Sólo es que un día te vi, y luego, al siguiente también, y a partir del tercero decidí adherirme a tu rutina para verte llegar bien al camino que compartimos. Yo me bajo en el Zócalo, tú, no sé. Verás, toparse a la misma persona desconocida más de una vez en esta ciudad, y acordarse de su rostro, no es algo cotidiano. Puedes decir ¡ah! qué casualidad, sonreírte y seguir tu camino, o puedes interpretarlo como un signo. ¿Tú, qué pensarías?
Me fue inevitable cambiar mi rutina al día siguiente, y es que sí, siempre me subía por las mañanas al mismo vagón, el del fondo. Tomé la determinación de abordar el metro en una estación distinta y en vagones diferentes. Así por una semana. Un día, un niño vendedor de reaggetón me coló un papelito:
Te entiendo. Siempre le huimos al destino cuando nos es desconocido, porque es potencialmente fatídico. Ciudad de locos.
Él estaba ahí, o había estado. No pude evitar buscar a mi alrededor con la mirada, a pesar de que le temía y podía finalmente encontrarlo. Casi todos dormían, nadie me respondió. Yo me bajé y corrí a tomar un taxi fuera de la estación.

Desde el principio, muchas preguntas cruzaron veloces: ¿cómo es que tiene mi email?, sabe ya cómo me llamo, tal vez de dónde vengo, ¿sabrá dónde vivo? Un golpe seco congeló mi sangre, y el frío que nació en mi estómago me llegó hasta las manos. Me seguiría un día por la noche, o tal vez al salir temprano de casa a la madrugada, aún oscuro. Me subiría a un auto y me llevaría a una casa solitaria, para no regresar. Me visualicé atada a una cama y semidesnuda. Casi sentí su lengua húmeda y ansiosa correr entre mis piernas, mientras yo, inmóvil, no podía detener al bicho que me exploraba con toda la malicia que había guardado por este tiempo. En cualquier momento, escorpión, me podía atacar, y sus movimientos cabalgarme venenosos para hacerme morir mil y una noches de manera sucia, mecánica, obscena, y yo, ya sin fuerza, no me podría resistir más.

Algo tremendamente dulce tenía que disolver mi nudo en la garganta, y con Soledad, pasé una noche tratando de olvidar cualquier cosa. Viendo películas dulces o filosóficas que nos raptaran, pero voluntariamente, la conciencia del mundo por un momento. Fue entonces que me bañó su pregunta como una lluvia ligera pero continua, levantando ahora un olor verde y el ambiente fresco de la tierra mojada: ¿tú, qué pensarías?... puedes decir qué casualidad… o puedes interpretarlo como un signo.

¿Por qué sólo le permitimos el juego de las pistas a Montmartre?, ¿por qué sólo nos maravilla el encuentro de extraños en esa película de rotoscope? Todos manejamos a ochenta kilómetros por hora, hasta que el accidente nos estanca la marcha a contrarreloj y nos atasca. El mundo cambia, el escenario se personifica, y todos tienen rostros y nombre e historia. Y luego, uno de ellos nos enamora, y es el guiño que esperábamos todo el tiempo.

Esa noche nos soñé. Y todo iniciaba en un café en cualquier parte. No, no. En el centro, en ese lugar desde donde podíamos ver los campamentos en Madero, y hablar de ellos y de Atenco y de la mierda que es este mundo. ¿Por qué me pasé por alto desde el principio que escribe tan bien? Luego paramos a hacer unas jirafas amarillas de cartón en el corredor, mientras una viejita vestida de azul pasaba con un cartel del candidato y con la mano alzada gritaba ¡Vooooto por voto, casilla por casilla! Llegamos después al mero centro, y las del taller de arte nos pasaron incienso en su rito a la madre tierra de las dos de la tarde. Nos sentamos frente a Templo Mayor, con unas cervezas frías disfrazadas en bolsitas de plástico, hacía calor. Ahí, leímos un rato, cada quien a su cada cual, y recorrimos luego de vuelta toda la ruta para perdernos en la instalación de Soto frente a Bellas Artes. Una selva sintética de lianas amarillas, donde nos vimos al fin más desinhibidos, excusados por el juego de dar vueltas y desaparecernos y reencontrarnos después.

Subimos al metro, y nos deshicimos entre los demás cuerpos de domingo que también buscaban regresar. Poco a poco, en cada estación, cada vez más lejos. Sin habla, sin sonido en las articulaciones de las bocas, jugando a la mímica de las palabras. Así, con la corriente de río, se fue. Nos encontramos por la noche en el sueño del sueño. Ahí, como en aquella imagen del escritor, nos dibujamos, aunque por vez primera, los ojos, la nariz y luego la boca, en un ejercicio simultáneo, en la oscuridad de ninguna parte. Perdidos, en un lugar donde sí nos permitimos aventurarlo todo, anulamos el miedo que nos infunde señora prensa en su nota roja de ciudad, que al día siguiente leería en alguna de sus primeras planas: "Ataca de nuevo asesino virtual".