septiembre 25, 2005

de qué fruto

Una cueva, muy oscuro.
Un cuarto de motel iluminado.
Una casa de campaña, en la playa de noche

la luna, el sonido de mar.

Sacaron de sus backpacks lo que cargaban: manzanas, galletas saladas. Miles de pájaros a su alrededor volaron a la búsqueda de gusanos. Encendiste una vela, la repentina flama iluminó su rostro y sus manos. La piel lisa brillaba, bien ajustada a la carne debajo, radiante, jugosa. Quisiste morderla, con la tensión en las quijadas, la saliva en la lengua, el escalofrío en el sexo. Él la perforaba y le quitaba la tapa. Acercó la boca a la tensa piel de la manzana, prendió el encendedor y quemó la yerba, aspirándola. Lento, con los labios entreabiertos y la contracción en el rostro, con los ojos verdes, grandes, enajenados. La besaba, y ella le viajaba por dentro, lo hacía flotar.

Luego, se acercaba a tu hombro derecho y lo desnudaba con los labios.
O te acariciaba el pie.
O metía la mano debajo de tu falda, y buscaba.

Dame. En su oído la voz revolcada,

por una ola de mar,

entre las sábanas del colchón,

por un batir de alas.

Lo intentaste tú. Entrar y salir con la cabeza levantada, exhalar. Y no morder la manzana, juguetear, lamerla y mantenerla bien asida entre tus manos, luego duplicarla, alargar también su forma y acariciarla, seducirla con la yema de los dedos y adivinar sus jugos. No morder la manzana.

Fueron al circo del río y vieron un oso maestro de ceremonias.
Tomaron un auto y manejaron sin rumbo ni música por el freeway.
Llegaron a casa con una película a preparar pasta y patatas.

El osohombre enloqueció y se comió al french del aro de fuego.
Llegaron a la colonia de locos y al fin no pudieron salir.
Su casa, era la casa de otros.

Abres los ojos y estás de regreso. Velo de frente y escúchalo jadear, escucha también al fondo el silencio. Talla su nariz con la tuya, dale un tope. Tóquense con las mejillas. No lo muerdas. Aspírenla de nuevo y quédense aquí, donde nadie los ve, donde todos los lugares son el mismo lugar, donde todos los tiempos son sólo uno.

Sobre las sábanas,

sobre la arena,

sobre el húmedo musgo.

Él, se ha tragado la manzana entera y ella la busca codiciosa sobre su garganta. Se le pierde hacia abajo y la sigue con la lengua y los labios sobre el pecho, en la boca del estómago, en el abdomen y hasta la pelvis. Alarga luego su forma y la absorbe.

Ella, se ha tragado entera la manzana y él la busca despacio debajo de su vientre, con la lengua y los labios en un beso prolongado. Se le pierde hacia arriba y la sigue hasta el ombligo, y la encuentra luego duplicada. No la muerde, la besa y descansa. Se recuesta en el tronco del árbol y el árbol lo abraza entre sus ramas.

De qué fruto,

de qué yerbas,

de qué musgo.

En una cueva,
en un motel,
en la playa de noche.

septiembre 10, 2005

El perfume

who's seen jezebel?
she was born to be the woman we could blame
make me a beast half as brave
i'd be the same

-- jezebel, iron&wine

I.

Se miró en el espejo del baño y vio su larga cabellera que acababa justo a la altura de los hombros. Tenía un pronunciado escote que entreveía el comienzo de sus senos, y tan sólo unos delgados tirantes que impedían que éste se moviera de su lugar. Sus ojos eran verdes, combinando con su blusa, y su piel blanca y pura. El cuerpo era perfecto, simétrico, hermoso… pero había algo que se imponía al reflejo. Un olor que lo provocaba. Un punto que sentía latir fuertemente. Lo que parecía ser el centro de gravedad de su cuerpo.

Asegurándose que no había nadie a su alrededor, entró con apuro a una de las cabinas, y cerró la puerta. Se sentó en el retrete, tiró los libros y la bolsa a un lado, y metió su mano a sus jeans, por debajo de su ropa interior, para palpar esa humedad tan tibia en su cuerpo. Introdujo lentamente la punta de su dedo, y sintió cómo sus pezones se erizaban y rozaban contra la delgada tela de la blusa. Envuelto en una sensación que hasta ese momento se le había negado, ahogó un grito de placer en su garganta y abrió los ojos para ver al guardia venciendo la puerta de golpe.


II.

Cuando alguna de las mujeres soltaba una grosería, Jesús se tocaba la punta del sombrero en señal de agradecimiento. Lo llamaban estúpido, pendejo, imbécil porque a todas se les quedaba mirando libidinosamente. Desde la banca se comía sus cuerpos, comparaba sus cinturas y quedaba hipnotizado por el breve espacio que separaba un muslo de otro. Hasta a la más gordita le encontraba el punto. Pasaba una muchacha alta, de cabello cenizo largo, vestida de falda y de blusa de tejidos folklóricos, y se daba el lujo de pasar por encima de su persona y decir cuáles partes de ella valían y cuáles no. Sus amigos se divertían con él burlándose de las estudiantes que pasaban en cada cambio de clase, siempre en el mismo pasillo, como era la tradición. Clasificar el pinche ganado, decía uno, apretándose la hebilla de sus vaqueros.

Esa vez Jesús cometió el error de mirarla a ella. A ella, la más rubia de todas, la más sensual de todas. La del vestido más sencillo, los senos más perfectos y las nalgas más redondas. La del pubis más escondido. Jesús murmuró a sus amigos todas las cosas que haría si tan solo tuviera la oportunidad, y ellos soltaron una carcajada. La buscó con los ojos, le sonrió con lascivia, y ella le regresó la mirada. Se puso nervioso cuando veía que se acercaba a él, moviendo sus caderas, con los libros en una mano y la bolsa en la otra. Se inclinó hacia su oído y le dijo unas suaves palabras. Alcanzó a oler por un segundo un sutil perfume de mujer que le nubló la mente por completo.

Cuando recobró la conciencia, Jesús ya no estaba en su cuerpo.

septiembre 01, 2005

Menage a trois

Faltaba el jazz. No podía hacer el amor sin escuchar jazz. Se deslizó de entre los brazos y las piernas de su amante, descubriendo su cuerpo moreno de la tibieza de las sábanas. ¿Qué pasa Mariana?, le dice Pablo desde la cama. Me falta el jazz, pondré algo de Miles le contesta ella al tiempo que se dirige al tocadiscos. Mientras repasa los discos del estante, Pablo acaricia con su mirada la desnudez de su cuerpo: un calor que un instante antes todavía sentía abrasar su piel, doloroso y excitante. Coloca el disco en la charola y espera, anhelante, las primeras notas. La trompeta de Miles surge del fondo de la noche, de la noche que es ella, con un ritmo suave y tímido como un amante infantil. Mariana busca los ojos inmensos de Pablo. Los invita como testigos de un baile íntimo en el que sus manos van reinventado las curvas y concavidades de su cuerpo. Se balancea sobre sus pies, contoneando sus caderas como una lengua de fuego avivada por la brisa húmeda y salada del mar. Su mirada gozosa penetra la de su amante, así como las notas profundas de la trompeta van adentrándose en su cuerpo, recorriendo sus venas, enardeciendo sus delirios con una sensualidad incontenible, desbordante, contagiosa. El incendio que es su cuerpo se va expandiendo hasta impregnar todo el cuarto de sí, un movimiento cromático y polifónico que Pablo puede ver, puede oler, puede escuchar, pero no puede tocar. Ella en la inmensidad plena de su soledad deliciosa. Él allá acostado, inmóvil, lejos de su placer, hipnotizado por la sensualidad de su amante. Mariana recorriendo sus hombros con las yemas de los dedos, dedos que se precipitan a buscar el centro excitado de los senos, que bajan pudorosamente por el vientre, deleitándose morosamente en el ombligo, y en un arranque de febril deseo galopan enloquecidas por las caderas, por las nalgas, por los muslos, retardando el encuentro abismal con el sexo. Exploran el misterio que se esconde tras los pliegues encendidos, suaves, exasperados, viaje para el que se prepara Pablo, anhelante y amoroso, calentando su cuerpo con la fantasía que Mariana está tejiendo frente a él, esperando que termine esta red lúbrica para acercarse a ella y dejarse envolver en el ritmo húmedo y tibio de su piel.

Ven, ven, ven, le implora Pablo desde el horizonte de su masculinidad. Mariana no lo escucha, su voz se mezcla con los sonidos de la música, un jazz vertiginoso que la sumerge en el sueño de su propio erotismo. El amante salta de la cama como un toro dispuesto a embestir al novillero que lo azuza. Se acerca con pasos de desesperado. Mariana deja de bailar y se queda observándolo, admirando ese cuerpo hermoso. Ríe. Pablo la envuelve en un abrazo encendido, sus manos gruesas sobre las nalgas suaves de Mariana, acariciándolas al tiempo que las presiona para que sus cuerpos queden fundidos en un solo ardor. El fruto henchido y caliente de Pablo persigue la fantasía húmeda y electrizante de Mariana. Sus cuerpos entrelazados se cosen a fuerza de besos y caricias. Las piernas de él separan los muslos de su quimera, en su afán de ensanchar el camino hacia el paraíso encarnado. Ella lo detiene y le susurra al oído, sobre la música, quiero sentir el sonido vibrante de la trompeta subiendo con nosotros. Pablo la levanta, las piernas y los brazos de Mariana rodeando su torso, las piernas y los brazos de él llevándola al origen mismo de la trompeta provocativa y sensualmente vertical de Miles. Las notas son cada vez más altas. Se balancean en el sexo de Mariana como niños sobre columpios. Pablo se siente fundir en esta música vaginal. Es instrumento y público al mismo tiempo. El jazz es cada vez más profundo. Los amantes son cada vez más uno solo. Pablo cabalga sobre las notas. Mariana palpita con los movimientos trepidantes de la trompeta. Sus gemidos se mezclan con el aullido ágil y ligero de la música. Todo el cuarto vibra. Todos ellos se estremecen. Miles toma aire para el último fraseo. Los labios están hinchados de tocar. Todos los dedos ya tensos de presionar, se resbalan por los cuerpos sudorosos y brillantes. Miles sopla desde el centro candente de su sexo, y de la trompeta emergen dos cuerpos entrelazados, centelleantes, infinitos, que salen de la música y rompen la habitación para perderse en la oscuridad de la noche. Alucinado, deja de respirar. Mira la trompeta, acaricia su cuerpo, sus curvas, sus concavidades, ve su reflejo en sus pupilas, sonríe... y continúa amándola hasta el final de la noche.