mayo 21, 2006

Quién fuiste

En la plaza central de esta ciudad los viernes se presentan saxofonistas y, de vez en cuando, músicos que tocan tango. Camino por ahí a las siete de la tarde, siento el sol que baja y el viento que sopla. Me imagino entonces que quienes caminan por ahí, lo hacen con la suavidad de las plumas que flotan en el aire. Viví un tiempo en el sur, ahora vivo en esta ciudad. Viajé al Norte.

Conocí a Mateo cuando caminaba mirando al cielo, en una plaza como esta. Nos cruzamos de pronto, distraídamente, al fondo sonaba cualquier música y las parejas de ancianos se mecían risueñas. Tomó mi mano y la puso en su hombro, su palma me apretujó la espalda y me impulsó con fuerza hacia él, escaló su nariz por mi cuello y me olió, profundo. Lo olí yo también. Dimos un paso, y dimos otro, mantuvimos fija la vista. Nos quedamos de pie estatutarios y nos miramos de frente. Esa noche, y las siguientes, nos encontramos en el mismo lugar.

Me porté como una puta, cogíamos en todas partes. Arriba de un mesa-banco una vez, de día, mientras sus niños jugaban en el parque, mientras su madre les hacía de comer. También los fines de semana. A veces, musitaba su nombre en mi oreja, al tiempo que tensaba mis cabellos de espaldas y me arrebataba de los hombros. No gemíamos nada más, sonreíamos a la hora de cenar, mientras cortábamos el pan y amablemente le pedía a ella que me pasara la tacita salsera, jugando yo a que era la socia de negocios que le robaría una semana después para borrar sospechas. Así, satisfechos, podíamos vernos juntos en la misma mesa que su mujer.

Ella, se cenaba también a los suyos, a sus dos, a sus tres, a sí misma. Viajé, y los cerdos siguieron haciendo lo mismo con todos, desenfrenados, con sus bolas de juguete y sus pechos inflados. Fui yo, pero bien pudieron ser otras. Ellos eran gallos crecidos para picotearse, para sacarse los ojos con los dientes y disfrutarlos luego en el desayuno como huevos cocidos, al inicio del día, antes de ir a la escuela, con el sol liviano sobre el rostro y el pasto verde recién cortado bajo el comedor francés, como si no pasara nada, mis ojos al lado de un par de galletas, y sus niños jugando en el patio antes de salir.

mayo 06, 2006

María

María odia su nombre porque es terriblemente arquetípico. Pero adora la manera en que cada uno de ellos lo dice. El uno distraídamente, casi tropezando con otras palabras, tenue e indiferente. El otro jugando, saltando en anécdotas infinitas hasta que se olvida de por qué la llamó. Ninguno le llama María amorosamente ni entre susurros. Por eso los ama.

María se divierte cuando, solos al fin, los tres se miran maliciosamente como la primera vez. Jules, como siempre, distraído. Jim, como siempre, juguetón. María riéndose. Tira sus zapatos en señal de acción y Jim se lanza a sus pies. Recorre con su boca cada dedo, gozando tal vez más que ella en una perversión satisfecha de antemano. Jules se queda mirando. Ella lo sabe. Se desabotona la blusa y se recorre en su propia perversión, acalorada, despeinándose. Jim avanza por sus piernas, ya sin playera y todo ansioso. Entonces Jules cobra vida desnudando el torso de María con su lengua, con sus mordidas, con su deseo. Y María suelta el cabello, se ríe y los deja hacer. Jim se entretiene en los muslos mientras los otros se besan y en el colmo de la exaltación deja desnuda a María. Ella pierde el sentido.

Son felices a su modo. Hay cóctel de frutas lunes y jueves; huevos martes y viernes; pan tostado con mermelada miércoles y sábados; café todos los días, y los domingos desayunan fuera. Su rutina es más bien un ritual que sólo se rompe de vez en cuando. Cuando, por ejemplo, la lengua de Jim excita el vientre de María y ella puede imaginar su erección en la dureza de sus pezones, en las mordidas y arañazos que le inflinge a Jules. En los besos con que éste arrincona el éxtasis de María. Jim muerde sus senos y acaricia el clítoris de María, las manos de ella incitan a Jules, y él se distrae en sus caderas. Ahí comienza la batalla para ganar el derecho a poseerla. Si Jim gana, María despertará a su lado con las sábanas ensangrentadas de ambos y pequeñas navajas regadas en el piso. Si gana Jules, despertará con un dolor entre las piernas y con él de bruces encima.

Un año antes de conocerlos, María había visto Jules et Jim en el cine.