febrero 06, 2008

El experimento

Pero insistió. Y cuando me di cuenta ya estaba yo, dócil, con las rodillas y las palmas en la cama y, en la pared, mis ojos.
Tomó mis nalgas con una rudeza que más parecía imitación.
Cerré los ojos.
Intenté respirar pausadamente.
-Gabriela.
Exhalé.
Abrí los ojos.
Gemí.
-¿Te lastimo?
-No.
Luego abrí mucho más los ojos.
-¿Estás bien?
Pero ya no escuchaba: sólo atendía al movimiento de su pelvis con tal ahínco que temí por la integridad de mis tejidos.
Cerré mis ojos.
Desgarradoramente.
-Gabriela.
Gabriela ocupada en un mar de risas.
Me tumbé en la cama.
Ella posó, delicada, una mano en mis nalgas.
-¿Estás bien?
Su sonrisa de mujer.
-Estoy bien.
-¿Te gustó?
-No tanto como a ti, tal vez.
-Gemiste.
-Gemí.
Gabriela tomó su pene plástico y lo agitó triunfal.

mayo 01, 2007

Río


Se han preguntado varias veces qué se sentirá ser joto. Las mamadas en realidad no son la cuestión. Aunque la mujer de uno de ellos nunca se ha atrevido a hacerle una, porque es antinatural, si cada lugar del cuerpo es para algo, así nos hizo diosito. Él lo asume con facilidad y no insiste, ni la obliga, será que como es la mamá de mi chavito algo no lo mueve a tratar más.

No tardó para saber qué se sentía, una vez en alguna ronda de noche agarró una de esas putas cualquiera cabrón, de las que están de camino ahí por 5 de mayo; y la obligó a hacérsela unas cuadras más adelante. Así, en la patrulla, ahí mero, con la puerta abierta y ella hincada en la calle, él nomás con la verga de fuera y su mano en la cabeza ya que empezó a agarrarle la emoción. Metió sus dedos entre el cabello y la estiró, la apuró hacia arriba, hacia abajo, hacia arriba, hacia abajo. La suavidad de la lengua, la fluidez, la saliva el semen la saliva. A ella no se le ocurrió morderle o meter un poquito los dientes para frenarlo y parar. Nombre, si es un oficial.

Su pareja se masturbó en el asiento de atrás, viéndolo todo, lo disfrutó aún sin la sensación de saliva espesa cubriendo su pene. Sabroso, pensó. Sabía que era la primera vez del otro, de su pareja, inocente, recién casadito y toda la cosa, con apenas pocas rondas patrullando. Luego se irían esa noche a merodear por el Río, ya habían agarrado varias veces a algún homosexual vagabundo a golpes namás pa que veas lo que es ser hombre pinche joto, a ver si te dejas ahí luego de tus chingaderas.

Sin reconocer bien a bien sus pensamientos, sin imaginar si quiera poder pronunciarlos, con su mujer que no se la mama dormida al lado en la cama, una noche piensa en su pareja y no concilia el sueño en la madrugada. En alguna escapada al puente de nuevo se agarrarán a alguno que no logre huir. Lo harán chupársela primero, a los dos, y luego hacerles el trabajo completo, por fin. Ya no serán nada más dos policías bien machotes, de los que someten a cualquiera a pistola en Santa, en Oaxaca, en Michoacán o el 28 de mayo. Con las líneas de esa coca que le confiscaron a los chavitos del Centrito y una lanota, se les hará costumbre caer cada noche a las faldas del Río. Ahí ya no se juntan los gays vagabundos porque ya se la saben, hay un par de pinches policías cabrones que se dan sus rondines. Sí, ahí siempre va esa pareja.

Sólo bien arriba se animan a afrontar lo que en principio no asumen como propio. La historia de los otros pesa más que el rumbo que toma la suya. Luego, ya en el divertimento y fuera de toda psicotropía, se les ocurre en el día más simple que estaría bien caerle una noche al Río en un día de descanso, así de civil. Tal vez así encuentran más divertido ese juego nuevo que les seduce.

Otra patrulla toma su lugar, y se dice: hoy que no están los de la ruta del Río, vamos a chingarnos unos jotos. Y esa noche se encuentran a dos, así de civil. Se bajan de la patrulla, y los encañonan: Ora sí putos, namás pa que vean aquí lo que es ser hombre, a ver, ¿quién de ustedes es el hombre cabrones?, ¿quién de ustedes es el hombre.?

abril 25, 2007

La muchacha

…este instante durísimo en que una muchacha grita

Efraín Huerta

Había clientes raros, con manías y fantasías particulares, pero nadie como él. Y quién sabe, quizá empezaba a enamorarse un poco.

Esa noche, envuelto en su eterna gabardina, le prohibió mirar. Y qué importaba el frío metálico del inicio: ella sabía que al final él iba a complacerla.

Esa noche ella había decidido no cobrarle.

El frío se hizo un roce tibio, agudo, al calor de la entrada a su sexo; mientras los pezones se destrozaban bajo las tenazas de sus manos. Un gritito apresado. Luego otro. Y la penetraba un poco más, cada vez un poco más, hasta el delirio. Hacía calor. Ella no podía explicarse su cuerpo empapado de sudor cuando sólo se estaba abriendo. Y su martirizada orquídea se deshacía en un mar inmenso.

Un grito ahogado. “¿Así, cabroncita?” Pero no había aliento para responder. El dolor la agotaba, insaciable, en el desgarre del placer. Ella volvió a gritar y, a modo de respuesta, un golpe en su mejilla terminó de aturdirla. Ya no escuchaba otra cosa que sus propios gemidos y la respiración animal del hombre. Ya no existía en su cuerpo más que la delicia de un dolor que se escondía en su vientre. Hasta hacerse incontenible.

La respiración comenzó a entrecortarse. Todos sus músculos se tensaron y la fricción producida se hizo insoportable. Sentía algo duro e inmenso dentro de ella. Él empezó a excitarse seriamente y una especie de bramidos acompañó los gritos de la mujer. Venía el orgasmo. Ambos podían sentirlo. Venía el orgasmo. Un par de lágrimas detenidas en los ojos de la chica.

Una descarga simultánea.

Miró a la joven. Y después, en silencio, a su estilo, se marchó.

Iba a tener que limpiar la sangre de la escopeta.