febrero 16, 2006

14 de febrero

No era un día cualquiera, era 14 de febrero, lo cual explica por qué el tráfico se había vuelto tan loco. Mala suerte o mala planeación de mi parte, lo cierto es que ese día tenía muchas vueltas que hacer en coche. El resultado fue pasar muchas horas atrapada en el tráfico con un calor del diablo y teniendo que rechazar a al menos veinte individuos que intentaron venderme rosas. Pero no me sentía particularmente mal.

No, en realidad me sentía estupendamente, porque aunque en general soy una persona pesimista y amargada, el 14 de febrero no me pone de malas, ni me hace sentirme más sola de lo que generalmente me siento, ni me hace lamentarme por no estar enamorada, no, para nada. En realidad el 14 de febrero es un día lindo, todo es color rojo, y el rojo es mi color favorito. Hay flores por todas partes, es como una primavera artificial que anticipa a la verdadera, y a mí me gusta la primavera. Y qué decir de los chocolates, no importa que los chocolates tengan formas de corazón con una flor adentro y te los haya regalado tu tía solterona: los chocolates son chocolates. Así que no era un día malo, no, en lo absoluto.

No lo fue hasta cambié la estación de radio y escuché su voz. La había olvidado por completo, no la había escuchado como en 10 años, pero la reconocí, era él, no había duda.

No sé ni cómo conseguí su teléfono, estábamos juntos en la prepa. Era un tipo que no parecía tener amigos, pero le gustaba interrumpir a los maestros para decir excentricidades. Bueno, cosas que al menos en primer año de prepa parecían excéntricas. Era un incomprendido y probablemente por eso me llamaba tanto la atención. Así que le llamé por teléfono para decirle alguna estupidez como: Luis, ¿sabes cuál es la tarea de mate? Y él me contestó simplemente: ya dime por qué me llamas, ¿quieres tener sexo telefónico o qué? No sabía si bromeaba y en cualquier caso su sentido del humor era demasiado incomprensible, así que le dije: está bien, pero tendrás que decirme cómo se hace eso, porque nunca lo he hecho. Llámame a la 1:00 a.m., me dijo.

No me parecía especialmente atractivo en la vida real, pero su voz me volvía loca. Me preguntaba de qué color eran mis pezones, qué talla de brassiere usaba, me decía que tuvo una erección en clase de química cuando resolví un problema en el pizarrón, me decía que tenía ganas de metérmela, que si estaba mojada, que me tocara y que acercara el teléfono para escuchar qué tan mojada estaba, me preguntaba que si me gustaría mamarle la verga porque la tenía bien dura y quería venirse en mi boca. A veces se ponía violento y me decía que me iba a amarrar, me iba a pegar con el cinto hasta que llorara, y que me iba a obligar a mamársela y tragarme todo su semen. A veces se ponía tierno y me decía que quería recorrerme el cuerpo con besos hasta aprenderse de memoria mi olor. Me decía mi reina, mi chaparra, mi putita. Su voz me tensaba la columna, me doblaba el cuello, me derretía, me hacía rendirme sin más ante sus órdenes. Ve al refrigerador y agarra un pepino, una zanahoria o lo que encuentres, lávalo bien y te lo traes a tu cuarto, aquí te espero. Chupa el pepino, lo estás chupando? Ahora métetelo bien despacito, y dime qué sientes. Ahora ponte boca abajo y métete un dedo en el ano, quiero escucharte gemir, métetelo más fuerte, quiero oírte, no me importa que se despierten tus papás, tu cuarto tiene llave, ¿no? Luego nos veíamos en clases como si nada. Era divertido llegar los dos evidentemente desvelados al salón y que nadie sospechara de nada. Así pasamos casi dos semestres, hasta que me hice de un novio decente.

No hice nada con Luis en la vida real, la verdad el tipo me asustaba un poco y no me atreví. Había olvidado todo eso por completo. Y ahora, escuchándolo decir idioteces en el radio me había llevado la mano entre las piernas sin darme cuenta.

No es muy cómodo masturbarse cuando una va manejando, y masturbarse incómodamente por lo general es estúpido porque las ganas y la concentración se acaban con el esfuerzo de acomodarse mejor. Pero me habían caído encima todas esas imágenes, todo ese desnudarme en la oscuridad por teléfono para un desconocido desquiciado, escuchar la suave curvatura de su voz, rasposa en algunas sílabas, tener en mi oído su respiración, sus gemidos graves, casi inaudibles, luego sentir toda esa tensión sexual cuando nos tocaba hacer un trabajo de equipo juntos en el salón. No podía aguantarme. La incomodidad y el calor y el tener que concentrarme también en manejar y el que mi mano derecha estuviera ocupada metiendo cambios y tuviera que usar mi mucho menos experimentada mano izquierda y el que el de atrás me viniera echando las luces y pitando porque me tardaba mucho en arrancar después de estar un rato detenidos no eran impedimentos muy grandes. Además, estaba en mis días fértiles, lo cual debió ayudar bastante.

No creo que los que están en los coches de al lado me puedan ver, pensé, pues yo tampoco podía ver qué hacían con sus genitales. El único peligro sería si se pusiera un camión al lado, porque desde su ángulo probablemente sí podrían ver que me había desabrochado el pantalón de mezclilla y tenía mi mano adentro, tratando de no moverme demasiado de la cintura para arriba. Estúpido coche de cambios. Estúpido tráfico. “Estamos aquí en la esquina de ---- y ----...” empezó a decir Luis, y me di cuenta que no había puesto atención a lo que había estado diciendo “...regalando camisetas de Los B---- para los fans que se están acercando con nosotros para contestar una trivia...”

No tenía tiempo para ir a buscarlo, tenía que hacer pagos, recoger y entregar facturas, tenía una junta a las 4:00, cosas de gran importancia. Y estaba al otro lado de la ciudad. Pero no me importó, pensé que si tan sólo me hablara así otra vez mi vida estaría resuelta. Tardaría al menos 40 minutos en llegar hasta ahí, podría terminarse el turno de Luis y se podría ir. Me dio igual. En efecto, estaba por llegar a la camioneta cuando dejó de hablar Luis y empezó a hablar una mujer nefasta.

No hay una cosa que yo odie más que estar en el tumulto de gente, pero ingresé a la manada de fans de todos modos; tenía que encontrar a Luis, tal vez todavía andaba cerca. Disculpa, ¿no sabes dónde está el locutor que estaba hace rato? No sé qué era tan complicado de entender de esa pregunta, pero mis interlocutores se quedaban pasmados. Después de muchos codazos, canasteadas y empujones, así como de haber tratado de razonar con dos adolescentes furibundas, explicándoles que no me interesaba en lo más mínimo agandallarles sus camisetas de Los B----, di con una señora que sí parecía hablar español. Me dijo, no oiga, andaba por allá pero... ah, mírelo, ahí está, ¡ahí atrás de las bocinas! El hombre que me señalaba definitivamente no era Luis. De todas maneras me acerqué: Disculpa, ¿tú eres el locutor que estaba hace rato? Sí, ¿por? Ah, no nada, por tu voz pensé que eras Luis Peralta, un amigo que no he visto en mucho tiempo. Estaba por irme pero me volví y le dije: Disculpa, ¿tienes plan para esta noche? Sí, lo siento, voy a ir a cenar con mi novia. Y luego como una imbécil: ¿Ni siquiera podrías darme tu teléfono?, me gustaría mucho oír tu voz. No, lo siento.

No podía creerlo al principio, pero en realidad era muy lógico: ¿cómo iba a reconocer una voz que no había escuchado en 10 años? Y no era nada plausible que Luis hubiera llegado a ser un locutor de radio. Ya sentada otra vez en mi coche miré frustrada la palanca de cambios y recordé aquella leyenda urbana de la mujer a la que le ponen en la bebida una pastilla utilizada para excitar a las vacas, y se excita tanto que intenta tener sexo con la palanca de cambios, y luego la encuentran muerta y desangrada.

No es tan mala idea, estaba empezando a pensar, cuando oí que alguien tocaba el vidrio de mi ventana. Era el locutor que no era Luis. Bajé el vidrio y me pasó un papel doblado y se fue. Reconocí el teléfono de casa de Luis, y abajo decía: Llámame a la 1:00 a.m. Cosa de familia, supongo.