mayo 20, 2005

tacones

La propuesta fue hecha bajito, al oído, pero la escuchó tan clara como si se la hubieran gritado. El vértigo no lo dejó ni pensar.

Un par de filosos tacones surcaron el camino a la cama, dejando huequitos en la alfombra. Ella se sentó cruzando las piernas; él cayó de rodillas, sacó su lengua húmeda y la deslizó despacito sobre el charol negro que resplandecía ante sus ojos. Ella sonrió y el cuarto le devolvió la sonrisa multiplicada. Clavó el otro tacón en su pecho, obligándolo a tirarse en el piso. Rendido, dejó que ella lo caminara: a ratos de puntitas, a ratos clavando sus pasos. Luego lo torturaba, caminando frente a los espejos, dejando que la luz llenara sus pies de pequeños destellos que se mostraban desde muchas perspectivas. Lleno de desesperación, él se dejaba caer frente a ella, le rogaba que pusiera aunque sea un poquito el zapato sobre su cabeza, que lo aplastara contra el suelo, que no lo dejara levantarse. Los zapatos, complacidos, coqueteaban con su brillante desnudez, reflejaban sus ojos ávidos.

Durante toda la noche, sólo se escucharon discretos rechinidos de placer.

Cuando despertó, palpó la cama vacía. Se incorporó, asustado, y las paredes le regresaron su mirada inquieta. Se puso de pie torpemente y la buscó sin éxito en todo el cuarto, debajo de la cama. Una agobiante tristeza comenzó a llenarlo: ni siquiera, ni siquiera sus zapatos había dejado.

2 comentarios:

Long Distance Caller dijo...

Oh, los fetiches...

yolanda jimenez dijo...

que rico.