octubre 30, 2005

café

Ella lo quería con todo su deseo, pero él era casado. Y una extraña lealtad a las de su género le prohibía cruzar esa línea imaginaria que sólo existía dentro de su cabeza.

Mirarlo de lunes a viernes cruzar la puerta de cristal dando pasos largos, llegar hasta el mostrador y pedir un café distinto cada vez. El abrigo de siempre, los zapatos del trabajo, la corbata aburrida. Todos los días la misma angustia leída en el mismo orden: primero el brazo que empuja la puerta de cristal, después los ojos al mirar el menú de cafés, luego la mano al señalar la elección. Las yemas de sus dedos finísimos y pálidos rozando la palma de su mano cuando ella le recibía el dinero. Luego las yemas de ella acariciando la mano de él, al darle el cambio. En medio del trámite, el anillo dorado brillando, retador. El roce eléctrico, y después una espalda alejándose.

Yo los observaba desde mi mesa colocada frente al mostrador, y disfrutaba ver las miradas de mutuo deseo en sus ojos brillantes; un segundo intercambiado de pasiones imposibles. Luego él se iba, y se llevaba entre sus manos el único contacto posible con ella, un contacto con olor y sabor a café.

Me gustaba imaginar los posibles encuentros. Mi favorito es este: una mañana, él llega (sin el anillo puesto, para no perturbarla) entra al café que se encuentra vacío (excepto por mi mesa, claro) cruza en tres pasos toda el área de mesas, va detrás del mostrador, la toma a ella por la cintura y la sienta a un lado de la caja registradora, sobre la canela derramada, y con manos ansiosas trata de desabotonar su brevísimo uniforme de mesera. Ella se echa hacia atrás, sorprendida pero derrotada por el deseo, y tira los vasos apilados a su derecha. Yo sólo observo cómo él se clava en su cuello y ella separa más y más las piernas, sube los talones al mostrador mientras tira los zapatos cuyos taconcitos ridículos hacen clac al caer.

Cada día imaginaba un encuentro distinto. Me inspiraban las mesas, el cuarto de escobas, la crema batida que usaban para los frappés, el mostrador de pasteles, los frascos de té de infusión, las sillas, hasta la máquina para capuchinos y las botellas largas y delgadas que adornaban la pared del fondo. Todo olía a lujuria con cafeína, a sexo consumado entre vitrales que iniciaba con un pequeño roce de yemas al pagar el café.

No sé cuánto tiempo pasó, pero durante muchas mañanas asistí religiosamente al mismo café, a observar el mismo no-ritual, que posteriormente yo reinventaba en mi cabeza. Estas dos personas, separadas por un artificio –respetable, pero artificio- habían utilizado todos y cada uno de los sitios disponibles en el café, y todos los encuentros habían sido satisfactorios para ambos. Aunque sólo yo lo sabía.

Ayer por la noche, pensé que sería bueno que los amantes, mis amantes, pudieran verse en otro lugar que no fuera el café. Así que escribí esto pensando en ellos:
En la hoja de papel en blanco se extienden los amantes. En el amor furtivo los cuerpos sudorosos, las sábanas mudas, se impregnan de esencias y aceites hasta que el olor es sólo uno.
Ella desnuda en la cama sintiendo el eco de manos ajenas que revolotearon por su cuerpo.
Él con mano rugosa da un cigarrillo encendido a esa mano que torpemente se levanta entre las sábanas.
Ella está adormilada soñando en el tibio placer que surge de su vientre.
Y saborean el café en sus labios, a cada bocanada de humo perdida entre espejos.

Lo releo ahora, que tengo mi café humeando y dibujando curvas sugestivas frente a mí. Escucho un rechinido, levanto la mirada y el hombre de siempre abre la puerta y cruza con sus tres pasos la estancia. El ritual de siempre. Él da la espalda, y volteo a deleitarme en la cara de tristeza y deseo que tendrá la mujer. Pero en su lugar encuentro una sonrisa, una media sonrisa que posteriormente me regala, junto a una ligera inclinación de cabeza. Como si me estuviera agradeciendo.