mayo 26, 2005

quemaduras

entramos al cuarto sudados y exhaustos, con el sol todavía rodando por la piel y aferrado al cabello, insolados hasta el delirio, borrachos de sol. ella comenzó a despegarse la ropa del cuerpo y yo me tendí en el suelo de barro bajo el ventilador.

no podía respirar, pero tampoco desacelerar mis pulmones.

ella se sentó a mi lado, desnuda, de espaldas a la ventana. estaba abierta para dejar entrar la brisa marina, pero lo único que entraba el sol: derramándose por entre las persianas, dejando rayitas de sombra por la curva brillosa de su espalda.

estaba como colapsada sobre sí; los labios entreabiertos, la respiración rápida y sincopada. sin pensarlo mucho, puse mi mano en su muslo oscuro. lo recorrí de rodilla a cadera, palpando su forma dura bajo la fina capa de sudor. ella exclamó como si le ardiera. quité mi mano.

comenzó a respiar por la garganta, profundo y audible. tomo mi mano y la volvió a colocar en su cuerpo, en ese punto entre abdomen, cadera y sexo. su respiración se calmó (pude verlo, su pecho apenas se movía). se quedó inmóvil en la columna de viento caliente unos momentos antes de levantarse.

desde el otro lado de la puerta, oí la regadera.

la seguí.

había abierto la llave de agua fría, pero el agua llegaba tibia de las tuberías expuestas al sol. sentía las pequeñas columnas recorrerme de la nuca al muslo, y las veía recorrerle la cara, el cuello y el pecho, acumularse entre nuestras caderas.



eventualmente, el agua comenzó a salir fría. ella desenredó sus piernas de alrededor mío y fue al cuarto a que la secara el ventilador.

yo cerré la llave. al salir me encontré con la puerta cerrada y su espejo de cuerpo completo. el rojo de las quemaduras de sol comenzaba a aparecer.

mayo 23, 2005

Buscando un instante

Siempre empieza igual: yo diciendo que no, y tú diciendo que es la última vez.

Mientras empiezo a contar las razones que apoyan mis puntos de vista, pones tus manos en mi cabello y me dices que todas son ciertas.

Nunca quiero, al principio, pero siempre llega un punto en el que no te puedo parar. Tampoco es que yo ayude mucho, es sólo que no puedo permitir que te detengas.

Veo tus manos y tus labios y tu cabello y tu panza, y sé que no quiero cerrar los ojos. Y luego dejo de ver y empiezo a sentir, y no lo puedo evitar: cierro los ojos y todo se convierte en un mapa del tesoro, sé que tienes una meta y nadie aquí se va a parar hasta que la encuentres.





Luego abro los ojos de nuevo. Me das un beso y sonríes. "Te dije que lo iba a encontrar"

mayo 20, 2005

tacones

La propuesta fue hecha bajito, al oído, pero la escuchó tan clara como si se la hubieran gritado. El vértigo no lo dejó ni pensar.

Un par de filosos tacones surcaron el camino a la cama, dejando huequitos en la alfombra. Ella se sentó cruzando las piernas; él cayó de rodillas, sacó su lengua húmeda y la deslizó despacito sobre el charol negro que resplandecía ante sus ojos. Ella sonrió y el cuarto le devolvió la sonrisa multiplicada. Clavó el otro tacón en su pecho, obligándolo a tirarse en el piso. Rendido, dejó que ella lo caminara: a ratos de puntitas, a ratos clavando sus pasos. Luego lo torturaba, caminando frente a los espejos, dejando que la luz llenara sus pies de pequeños destellos que se mostraban desde muchas perspectivas. Lleno de desesperación, él se dejaba caer frente a ella, le rogaba que pusiera aunque sea un poquito el zapato sobre su cabeza, que lo aplastara contra el suelo, que no lo dejara levantarse. Los zapatos, complacidos, coqueteaban con su brillante desnudez, reflejaban sus ojos ávidos.

Durante toda la noche, sólo se escucharon discretos rechinidos de placer.

Cuando despertó, palpó la cama vacía. Se incorporó, asustado, y las paredes le regresaron su mirada inquieta. Se puso de pie torpemente y la buscó sin éxito en todo el cuarto, debajo de la cama. Una agobiante tristeza comenzó a llenarlo: ni siquiera, ni siquiera sus zapatos había dejado.